El silencio se ha apoderado de la Basílica de San Pedro con la llegada del papa. Vestido con una casulla roja para representar la sangre derramada por Cristo, se ha postrado frente un altar vacío, en el que no había ni manteles ni cruces ni velas.
Una sencillez ya marca personal de Francisco, al igual que su lenguaje directo, aunque esta vez no haya podido usarlo. Quizás por eso, durante la homilía demasiado académica de un capuchino, el padre Cantalamesa, el Pontífice parecía distante.
Porque lo suyo son las distancias cortas. Lo volvió a demostrar al sacar de la suntuosa basílica de San Juan de Letrán, la ceremonia de lavar los pies que se trajo a un modesto edificio a las afueras de Roma: una cárcel de menores.
Arrodillado en el suelo sobre un simple paño blanco, Francisco lavó, secó y besó los pies de diez chicos y por primera vez, de dos chicas. Y recordó que él debía ser el primero en dar ejemplo: "Quien está en lo más alto debe servir a los otros, ayudar a los demás".
Trajo así, de un plumazo, una costumbre que cuando era el arzobispo y cardenal Bergoglio solía realizar en Buenos Aires.