No vienen recogidas en el contrato, pero existen. Son las horas que invierten los trabajadores japoneses en tener contentos a sus jefes por temor a ser sustituidos. Japón, China y Corea del Sur encabezan la lista de fallecimientos de trabajadores por exceso de trabajo y también son los que han destinado un hueco de su vocabulario a este fenómeno.

Los trabajadores pueden fallecer de muchas maneras, desde fallos cardíacos hasta suicidios, pero todas sus muertes tienen el mismo detonante: el exceso de trabajo.

El último caso en salir a la luz ha sido el de Kiyotaka Serizawa, un joven de 34 años que se suicidó en Tokio después de trabajar durante 90 horas a la semana como supervisor de una empresa de limpieza y mantenimiento de inmuebles. Lo han denunciado los padres del joven, que han explicado a 'The Washington Post' que su hijo temía ser sustituido si él no trabajaba esas horas.

Esta costumbre empezó en los años 70, cuando los salarios eran bajos y los empleados querían aumentar sus ingresos. En los 80 continuó y, con las reestructuraciones y ajustes salariales y de plantilla de los años 90, los trabajadores intentaban evitar ser despedidos de esta manera. No se trata sólo de trabajar de manera compulsiva, sino también de relacionarse con el jefe lo más posible después del trabajo. Y ahora ya nadie cuestiona que las jornadas laborales de más de 12 horas sean normales.

El 'karoshi', 'gnalosi' en China y 'gwarosa' en Corea del Sur, es reconocido ahora como causa de muerte. De hecho, 189 personas murieron como consecuencia de ello en 2015. Lejos de que la situación mejore, los expertos estiman que la cifra actual puede rondar los miles. De hecho, las demandas por muerte por 'karoshi' alcanzaron en el pasado año las 2.310, aunque sólo un tercio de ellas lograron la compensación a la que las familias tienen derecho.

Para que una empresa compense a las familias, el Gobierno nipón exige que éstas demuestren que el fallecido realizó al menos 100 horas extra el mes anterior. Kiyotaka Serizawa murió intoxicado con el monóxido de carbono que desprendían las briquetas a las que él prendió fuego en su coche. La última vez que su madre le vio fue en julio, cuando él dedicó diez minutos a ver vídeos de gatos con ella, que cada vez que su hijo se dormía, comprobaba que el corazón le siguiera latiendo.