Creo recordar que fue Alphonse de Lamartine quien dijo que cuando un solo ser nos falta, todo queda despoblado. No existe cura para el golpe de la ausencia de un ser querido. Todo lo que hagamos al respecto de poco o nada vale. En todo caso, lo único que conseguiremos es engañar al dolor por un breve espacio de tiempo.
Castigado por el dolor y la rabia tras la muerte de su compañera, Antonio Vega buscó refugio al abrigo de los venenos. Para ello puso rumbo a las Barranquillas, un poblado triste de Madrid que quedaba en las afueras, y donde los vampiros abrieron sus capas para abrazarle durante el tiempo que le durase el dinero. Con estas cosas, le dieron albergue en una chabola donde pudo reposar sus huesos sobre un sofá salpicado de quemaduras. Ocurrió a principios del 2004 y su gente le dio por desaparecido.
Nadie sabía donde estaba aunque muchos intuían que, de seguir con vida, Antonio estaba en el poblado de las Barranquillas. La misión de su rescate fue lo más parecido a la aventura que vivió Charlie Marlow en busca de Kurtz hasta llegar al lugar donde el corazón se envuelve en tinieblas. Joseph Conrad ya lo contó. Pero como la vida imita al arte, a cada momento surge la oportunidad de remontar el río Congo y revivir experiencia tan perra.
Según cuenta Alfonso J. Ussía en su novela 'Vatio', el Marlow de aquella misión no fue otro que Antonio Carmona, cantante y percusionista de Ketama, un tipo leal que tuvo los arrestos suficientes para entrar en la chabola de las Barranquillas y rescatar de las tinieblas a su amigo, el músico que en la novela lleva el nombre de Polo Targo.
Pero Alfonso J. Ussía no se queda ahí. A una velocidad de vértigo sigue contando un puñado de historias oscuras de las que tejen el drama de las afueras. Y no lo hace de oídas, sino que escribe desde lo vivido y con todo detalle, con la generosidad del que ha vuelto del otro lado del margen, donde las reglas de juego y las escalas de valores se aprenden con la rapidez de una bala. Si no las aprendes, estás muerto.
La novela de Alfonso J. Ussía es de un realismo que te absorbe, que no te deja respiro, que te lleva a un callejón sin salida del que no vas a poder escapar porque está armado con el material de una novela urbana de las que no se olvidan una vez leídas. A mí me ha gustado. Me ha molado mazo, como se dice ahora.
La crítica social está implícita entre las líneas de sus más de trescientas páginas que te dejan atornillado a la lectura. Porque, al igual que toda esa gente que visita los poblados en busca de una dosis de veneno que calme sus demonios, y que son esclavos de sustancias tóxicas, a pocos metros, existe otra gente que son esclavos de las hipotecas y de las aspiraciones burguesas que promueve la actividad crediticia. Lo que sucede es que mientras los unos son esclavos marginados, los otros son esclavos oficiales. Esa es la única diferencia. Alfonso J. Ussía lo advierte y lo cuenta sin escatimar detalle.
Con todo, ya puestos, se podría llegar a oficializar la esclavitud de los marginados. Porque ya que se han creado esa necesidad, es de recibo hacérsela más llevadera, es decir, legalizando los venenos. Entre otras cosas para que no pierdan el tiempo y, en algunos casos, la vida. Pero sobre todo, para que las mafias no florezcan. Una utopía, pues eso nunca sucederá.
La economía sumergida es la categoría básica donde se asienta la sociedad capitalista de nuestros días, la misma que otorga visados de marginalidad a todas aquellas personas que, al igual que Antonio Vega, quedan despobladas tras la muerte de un ser querido y, por ello, bajan al infierno a encarar su dolor. En fin.