Su vida se vio truncada por un accidente automovilístico cuando aún no había cumplido los cuarenta años. Aún así, cumplió su misión con creces alumbrando la mejor novela contemporánea escrita hasta la fecha en lengua castellana y que supuso una revolución estilística en nuestras letras desde el mismo fondo de su crítica social. Por si no lo he dicho antes, la novela no es otra que 'Tiempo de silencio' (Austral) y su autor fue Luis Martín-Santos, un médico psiquiatra estudioso de las sinapsis nerviosas y de sus impulsos.

Como buen conocedor de los rincones de sombra que oscurecen nuestro inconsciente, Luis Martín-Santos escribió un relato a partir de símbolos, de voces cuyo misterio queda desvelado cuando emerge el monólogo interior, cuando el desgarro nace de lo más profundo de una herida, cuando pensamiento y palabra se intentan silenciar. La novela atraviesa los descampados y las chabolas, entra en los burdeles y en los laboratorios donde los ratones mueren de frío. Por si fuera poco, hace saltar los muelles del somier oxidado que chirría en una vieja pensión y, a la mañana siguiente, se presenta ojerosa en las tabernas donde el olor a vino y a humedad impregna la ropa. Esa es la novela Tiempo de silencio.

Estamos en Madrid a finales de los años 40, la posguerra y su crepúsculo, el otoño y su sombra que cae a plomo sobre el tejido de una ciudad donde el paisanaje hace notar su procedencia. El uso del argot, el hablar más castizo, la riqueza del léxico callejero que se mezcla con la palabra exacta de la ciencia y de los laboratorios en los que se analiza la descomposición biológica de los cuerpos.

Tiempo de silencio es una novela de contrastes donde las clases sociales se mezclan entre conjuros de sangre, juramentos hipocráticos y navajazos secos que pinchan los huesos. No se ha escrito algo igual, ni parecido, desde que la novela salió en 1962 en una primera edición mutilada por los dueños del silencio y de las hambres.

Hoy se hace necesario otra novela igual, o parecida, con ecos de Joyce y de su monólogo interior, un relato intenso que sirva de crítica al momento que estamos viviendo; un tiempo tenebroso donde nuestra clase política se ha puesto al servicio del Capital y donde las colas del hambre y del paro se hacen interminables mientras el silencio -el maldito silencio- se impone a la crítica. Se hace necesaria una novela que pinche el tuétano enfermo de este país doliente, que libere el grito ahogado desde lo más profundo y que denuncie los abusos y la inflación y la guerra y sus armas, que señale el discurso anémico de los que manejan el destino de tanta gente llevada al matadero a cambio de una mentira con apariencia de papeleta electoral.

Hace falta una novela que cuente lo que ocurre ahora mismo, en este tiempo donde las cocinas fantasmas y los pisos patera son el escenario de la necesidad. Se hace necesario un Luis Martín-Santos que revuelva la literatura de tal manera que mande a paseo tanta farsa novelera de autores –y autoras- que no saben hacer otra cosa que soplarse la pelusilla del ombligo a la espera de un falso reconocimiento que los aúpe a los Selectos Cielos del Arte. Necesitamos literatura que cuente cosas. Para no contarlas ya estaba Marcel Proust. Su magdalena y su tiempo perdido es difícil de superar por mucho que la peña se empeñe en lo contrario. En fin.