El escritor Bernard Shaw dejó escrito en alguna parte que el progreso depende de las personas irracionales, pues son las que tratan de adaptar el mundo a ellas mismas.

Por estas cosas, Mar de Marchis era un ser irracional, una mujer de mérito que consiguió lo más difícil en estos tiempos en los que cualquier persona puede ser famosa aunque sea por cinco minutos, me refiero a que se mantuvo en el anonimato creando una revista cultural de calibre con la que inauguró el Nuevo Periodismo en nuestro país; una publicación que hoy es referencia para todas aquellas personas amantes de los buenos textos presentados en bellas ediciones.

La revista Jot Down dio cuartelillo a una montonera de firmas que hoy son referentes en el periodismo; nombres como Manuel Jabois, Juan Tallón, Nacho Carretero, Frank G. Matute, Corazón Rural, Bárbara Ayuso o Marta Fernández se alternaron con nombres de la vieja guardia entre los cuales está el mío. Leyendo cualquier número de la revista podemos afirmar que la calidad literaria y la exigencia editorial primaban sobre otros criterios.

Por lo que a mí respecta, he de confesar que pertenezco a ese grueso de peña que nunca conoció a Mar en persona. Pero eso siempre me dio igual. Ella me hacía sentir como uno de esos ángeles de Charlie que esperaban la voz de su jefe para ponerse en marcha. Me llamaba al teléfono de madrugada para preguntarme si andaba despierto, y después de hablar largo y tendido acerca de una montonera de asuntos que tenían su origen siempre en el inconsciente, me encargaba una misión, ya fuera una entrevista a mi querida Carmen Posadas, como una pieza acerca del Camarón de la Isla o de Paul Auster, eso sin olvidarse nunca de mi querencia a la penúltima interpretación del marxismo que tuvo como protagonista a Guy Debord . "Cumpliré con decencia provinciana, ya sabes que soy de Madrid", le decía. Y ella reía al otro lado del teléfono.

La última vez que me llamó fue para preguntarme si conocía a alguien capaz de escribir una pieza acerca de la costa de Cádiz, un artículo sobre los primeros hippies que llegamos desde Madrid y de otros puntos del mapa hasta este mismo lugar desde el que ahora escribo estas líneas. Le dije que si me daba tiempo, pues andaba muy liado, podía tener una buena pieza en un par de meses, a lo sumo tres. Su contestación vino de seguido: "No te estoy proponiendo que la hagas tú, te he preguntado si conoces a alguien".

Encajé en silencio y le pedí tiempo para que me dejase pensar quién podría ser la persona indicada. "Vale, de acuerdo -me dijo- te dejo un par de meses, a lo sumo tres". Luego le dije que me gustaría jugar con ella a los médicos, por teléfono, enredarme en la lencería de su voz. Y ella me dijo que le diera tiempo para vestirse, ya sabes, querido autor, con decencia provinciana.

Esa fue la última vez que hablé con ella. Hace unos días me dieron la noticia, me dijeron que Mar había muerto y yo no me lo creo. Prefiero pensar que se trata de otra triquiñuela de las tantas de las que Mar hacía gala para volver en breve bajo una nueva identidad con la que inventarse, y con ello inventar un nuevo juguete.

Por eso, cuando llega la noche dejo el teléfono encendido, cerca de la almohada, esperando que en cualquier momento suene para volver a oír su voz como una seda íntima que me habla de los termómetros de mercurio cuando rompen y el contenido se escapa entre los dedos.