Ocurrió hace quince años en uno de los supermercados de la droga que rodeaban Madrid. Yo viajaba en un coche camuflado de la comisaría de Vallecas Villa –entonces se llamaba Entrevías– y delante abría paso un zeta. Los poco ejemplares vecinos de aquel poblado –ya felizmente desaparecido– miraban desconfiados el convoy. Uno de ellos, el más bravo o el más puesto, lanzó una piedra, que impactó contra el techo del coche en el que iba, acompañado de un responsable de la comisaría y de un par de agentes. El jefe ordenó detener la caravana e hizo echar pie a tierra a todos los policías, defensas en mano, para dar con el intrépido vecino. En pocos minutos, aquel escombro de pellejo y huesos que quiso hacer méritos para que sus esclavistas le diesen una micra de caballo gratis estaba engrilletado y con la cara pegada al capó de un coche.

El jefe del operativo se armaba de razones mientras el yonqui era conducido a comisaría: "Si dejamos pasar un episodio pequeño como éste, al día siguiente nos tirarán más piedras y en poco tiempo lincharán a un policía. Tenemos que dejar bien claro quién tiene la legitimidad para usar la fuerza. Quién manda aquí". Aquel policía, hoy jubilado, me explicó la doctrina de la tolerancia cero de Rudy Giuliani trasladada a un poblado de Vallecas, sin que en su vida hubiese oído hablar de las teorías del alcalde de Nueva York sobre el principio de autoridad.

Me ha venido a la memoria este episodio al enterarme de lo ocurrido hace un par de noches en Algeciras (Cádiz). Allí, Cisco, un joven inspector de la Policía Nacional de 32 años, ha sufrido gravísimas heridas al ser arrollado por un BMW X5 que iba cargado con cientos de kilos de hachís. El inspector y un policía en prácticas intentaron detener al coche de los narcos, que no dudaron en arrollar a los agentes para no perder los fardos de droga. A la hora de escribir estas líneas, el inspector estaba en coma inducido y los médicos trataban de salvarle un brazo, seriamente dañado. Horas antes, en Estepona (Málaga) se produjo un incidente similar, aunque sin heridos. Y ese mismo día, en la sierra de Cádiz, dos vigilantes de una plantación de marihuana recibieron a tiros a una patrulla de la Guardia Civil.

La guerra contra las drogas, tal y como decía un protagonista de la serie de David Simon The Wire, no es una guerra, porque las guerras se acaban. Y esta no tiene fin. Nuestros cuerpos de seguridad han aprendido a vivir en permanente conflicto contra el enemigo, pero lo que está ocurriendo en las costas de Málaga y Cádiz tiene síntomas de algo mucho más grave. Hace un par de años, el Ministerio del Interior diseñó un ambicioso plan poner fin a la impunidad de los narcos, que tuvo su punto culminante en la liberación de un detenido en un hospital. Desde entonces hasta ahora, la Policía y la Guardia Civil han asestado durísimos golpes a las organizaciones: han detenido a grandes capos, han intervenido lanchas, miles de kilos de hachís… Pero en los últimos meses, la agresividad de los narcotraficantes ha dado un salto cualitativo, ha vuelto a crecer, como si la salida del confinamiento les hubiese dotado de un manto de arrogancia que les permita cuestionar el principio de autoridad. Para preservar un alijo, no dudan en llevarse por delante a un agente, tal y como demuestra el incidente de Algeciras, y todas las collas están armadas para defenderse de los vuelcos (robos de droga) de organizaciones rivales.

Los últimos dos ministros del Interior, Juan Ignacio Zoido y Fernando Grande-Marlaska, han aumentado sensiblemente el número de efectivos policiales en esa zona caliente, pero no se les ha dotado de los medios materiales –vehículos, armamento, equipación– con los que combatir de forma fiable y segura a un enemigo cada vez más poderosos. Muchos jueces y fiscales tampoco han remado en la misma dirección: gracias a fianzas ridículas hay grandes narcos en libertad, como El Hadj, el Messi del hachís. Y jamás han aplicado el tipo penal del homicidio en grado de tentativa a quienes embisten o atropellan a agentes. Si hubiese sido así, quizás el inspector Cisco no estaría hoy en la Unidad de Cuidados Intensivos.

No debe haber rincones que escapen al estado de derecho. El buenismo a veces esgrime la mala situación económica de la zona, el fracaso escolar o los altos índices de paro juvenil para justificar la adhesión de miles de jóvenes a las organizaciones de traficantes, que pagan pronto y bien sus servicios. No es un argumento válido. Pobres, analfabetos y parados deben saber también, como aquel yonqui, quién tiene el monopolio del uso de la fuerza. Quién manda. Ni la vida ni el brazo de un policía se deben medir por fardos de hachís.