“Nada hay más viejo que un periódico del día anterior”. El dicho me acompañó durante mis primeros años de ejercicio, en el último tercio de la década de los ochenta. Era cierto. Nada había más atrasado, más fuera de su tiempo, que el periódico de ayer. Lo que se leía por la mañana en las páginas de los diarios era material caducado por la noche, cuando llegaban a los Vips –en aquellos años los puntos de venta de prensa más exitosos de las grandes ciudades– las primeras ediciones del día siguiente. Noticias con rigor mortis. La información era perecedera, de un día a otro se convertía en inservible. Y una de las razones para que esto fuera así era que los periodistas –al menos los de mi gremio, los suceseros– mantenían el seguimiento sobre las noticias como un buen perro de trabajo sostiene la mordida. Si dejaban de ocuparse de un asunto era porque allí ya no había nada que contar. La información estaba agotada, al menos hasta la siguiente fase: detenciones, procesamientos, juicios, condenas…, cualquier novedad que hiciese recobrar el interés por el tema.

Han pasado más de treinta años desde entonces. La sociedad ha cambiado y la información mucho más. Hoy no hay nada más viejo que un tuit de hace un par de horas. Las exclusivas, aquel arca de la alianza que los reporteros perseguíamos como lobos hambrientos, han dejado de tener sentido y hace tiempo que están enterradas. En primer lugar, porque las televisiones comenzaron a llamar exclusivas a lo que decía alguien a través de un portero automático o a unas parcas palabras pronunciadas en el transcurso de una persecución micrófono en mano. Pero es que, además, las exclusivas duran los minutos que tardan otros medios en replicar la información de forma más o menos elegante.

Hoy las noticias son muy fugaces. Se pierde el interés por ellas a una velocidad de vértigo. El 5 de febrero, hace apenas dieciséis días, en Traspinedo había más profesionales de los medios que vecinos. Había aparecido el cuerpo de Esther López, tras veinticuatro días desaparecida. Los focos apuntaron hacia allá con toda su potencia de fuego. Ningún rincón de la vida de Esther y de su entorno quedó en sombra para los medios. Hoy, algo más de dos semanas después, Miguel, el padre de Esther, rumia su dolor en soledad, sin que ninguna cámara le persiga, y los amigos de la joven, esos a los que la prensa apuntó con más contundencia que la investigación de la Guardia Civil, sólo deben enfrentarse a las consecuencias de lo que hayan hecho, no a las conclusiones de periodistas para los que hoy sus nombres son sólo un garabato en una libreta. Si es que se siguen usando libretas.