Ocurrió hace más de treinta años, pero mi memoria se ha empeñado en retener la imagen. En el viejo y monumental edificio de la Audiencia Provincial de Madrid se celebraba el juicio contra María de los Ángeles Carretero, Angelines, y su novio, Francisco Sánchez, Paco, dos veinteañeros heroinómanos acusados del triple crimen de la calle Alcalde Sainz de Baranda. La pareja acudió el 24 de enero de 1988, en pleno síndrome de abstinencia, a la casa donde trabaja como asistenta la tía de Ángeles, Benita Carretero. Allí mataron a cuchilladas a la mujer y al matrimonio formado por William Gardner y Amelia López, después de que la empleada de hogar se negase a dar dinero a la pareja. La investigación fue sencilla: el grupo de Homicidios descubrió pronto que Benita tenía una sobrina yonqui y que ella y Francisco habían vendido unas cuantas joyas –el botín del sangriento atraco– en las horas próximas al crimen.
El juicio llegó año y medio después, en julio de 1989. Los periodistas ocupábamos la primera fila de la sala de vistas, justo detrás del banquillo de los acusados, donde se sentaban Paco y Angelines, separados por un policía y con otros dos agentes a los lados. Creo recordar que fue Paco quien tomó la iniciativa. Estiró su mano izquierda por detrás del policía que le separaba de su novia, buscando la mano derecha de ella en un gesto de clandestinidad adolescente. Ella respondió de inmediato y cuando sintió la cercanía de él, alargó su brazo para que las manos se rozasen. Estuvieron juntas un instante, un momento que se quedó grabado en mi memoria.
En las horas anteriores y posteriores a ese gesto de amor, en la sala se había hablado de decenas de puñaladas, de un cuchillo jamonero –el que Paco cogió de la cocina de la casa– y de un machete –el que Angelines llevaba encima–, de cómo la heroína llevaba arrasando los cuerpos de los procesados desde muchos años antes, de la influencia del síndrome de abstinencia en la conducta violenta… Tanto en el juicio como en la instrucción, Paco y Angelines hicieron lo posible por no cargar sobre el otro la responsabilidad del triple crimen. Al psiquiatra José Antonio García Andrade, que examinó a la pareja, ella le dijo que él había sido el único hombre que la había tratado bien en su vida –"le considero mi marido, mi novio, mi compañero"– y que cada vez que sufría un ataque de epilepsia –enfermedad que Paco padecía desde niño y que se agravó por el consumo de droga–, ella sufría mucho y preferiría estar en su lugar. Él, aquejado de cirrosis, hepatitis y sida, le confesó al psiquiatra forense que soñaba con casarse con ella algún día.
No sé qué ha sido de Paco y Angelines, pero he vuelto a pensar en aquel gesto del que fui testigo al ver una fotografía de las manos de Iván Pardo, el asesino de Naiara, una niña de ocho años a la que torturó hasta la muerte el verano de 2017. La imagen, que fue tomada por la Guardia Civil, muestra algunas uñas de Iván rotas por los golpes que le propinó a la pequeña. Las manos de Paco y Angelines que vi juntarse un instante en aquel gesto lleno de ternura fueron las mismas que empuñaron los cuchillos con los que cosieron a puñaladas a tres seres humanos, sin piedad alguna. Ellos tenían sus cuerpos consumidos por la heroína y sus mentes nubladas por el mono, lo que no les evitó condenas que superaron los cuarenta años de prisión. Las manos de Iván pasaron horas torturando y golpeando a una niña, a la que arrancó la vida tras varias horas de tormento. En el juicio le echó la culpa al estrés.