El 9 de marzo es desde hace diez años el Día de las Personas Desaparecidas sin causa aparente, la fecha en la que se recuerda a los ausentes a los que ni siquiera se les puede velar o llevar flores, aquellos por los que no se puede cerrar el duelo, porque nunca llega a abrirse, precisamente porque el duelo es incompatible con la esperanza. Las familias de los desaparecidos han recorrido un largo camino en esta década, agrupadas e impulsadas por sus asociaciones, que en 2017 vieron cumplida una de sus principales reivindicaciones, el nacimiento del Centro Nacional de Desaparecidos (CNDES), dependiente del Ministerio del Interior. El organismo centraliza información, coordina a las Fuerzas de Seguridad, difunde alertas, elabora directivas y estadísticas… Un ente, sin duda, necesario, pero insuficiente.

El CNDES no va a encontrar a Cristina Bergua, ni a Caroline de Valle, ni a Yéremi Vargas, ni a Paco Molina, ni a Manuela Chavero, ni a Francisca Cadenas, ni a Malén Ortiz –la letanía podría ser interminable–, ni a tantos otros desaparecidos, cuyas familias luchan contra el olvido en varios frentes: el de los medios de comunicación –tan inmediatos, tan digitales, con tan poca memoria…; el de la administración, para dejar de ser guarismos que componen una estadísticas y pasar a ser rostros, nombres e historias; y, sobre todo, el de las fuerzas de seguridad, a las que piden que sus casos no queden enterrados para siempre en el archivador de los asuntos sin resolver. El viernes, las familias de los desaparecidos hicieron oír sus voces en el Congreso de los Diputados, el lugar desde el que deben salir las iniciativas que los amparen, como ese estatuto del desaparecido, que parece una quimera inalcanzable y que haría posible, por ejemplo, que se eliminase la prescripción de estos casos.

Los aún escasos medios que la Policía, la Guardia Civil y los cuerpos autonómicos destinan a la búsqueda de desaparecidos –especialmente a los de largo recorrido– sigue siendo la principal deuda pendiente que el Estado tiene con las familias de las personas ausentes. La mayoría de estas investigaciones nacen y siguen vivas gracias al empuje y a la dedicación de algún grupo de agentes o al impulso de algún mando, tal y como ha pasado en el caso de David Guerrero, el niño pintor de Málaga, desaparecido hace 33 años, y que ahora investiga la Unidad Adscrita a los juzgados de la policía malagueña.

La UDEV de la Comisaría General de la Policía Judicial y la Unidad Central Operativa de la Guardia Civil –donde están los grupos de élite de la investigación de uno y otro cuerpo, que el viernes también estuvieron en el Congreso, escuchando a las víctimas, los verdaderos protagonistas– se encargan de una pequeñísima parte de estos casos. Y no por falta de voluntad de sus componentes, sino por falta de medios. En pocas jefaturas de la Policía y comandancias de la Guardia Civil hay grupos especializados en desaparecidos. Son los grupos de homicidios, en el mejor de los casos, los que se hacen cargo de ellos.

Las familias de los desaparecidos deben seguir en la agenda de la administración –"las desapariciones son un problema de primer orden social", dijo el ministro Grande Marlaska–, pero no basta con coordinar, analizar y difundir. Lo que las familias quieren es que se encuentre a los suyos. Para abrir y cerrar duelos.