En verano se nota más todo y a la vez no se ve nada. Por ejemplo, hoy en el telediario han puesto un reportaje sobre el problema del agua en Bolivia, que es vasto y dramático y peligroso, y a la vez es un ejemplo de superación y de lucha colectiva, desde pequeñas comunidades, desde los márgenes. Yo estaba limpiando un lenguado sabroso y me he quedado colgada de la pantalla, porque hace solo unos días me encontraba allí, en el altiplano. Entonces he sido capaz de reconocer todo: los acentos, los rasgos, el Illimani, los charcos, la basura, el teleférico, el problema del agua. Parecía que el reportaje era para mí. Me he preguntado: ¿y cómo que esto es interesante para el telediario un 21 de agosto, miércoles, casi a la hora de la siesta? De tan legítimo, he sospechado. Luego he visto que un par de señores de los que hablaban a cámara llevaban un chaleco rojo con el logo de Cooperación Española. Me he preguntado de todos modos: ¿y me habría yo interesado por el reportaje si no hubiera estado en Bolivia hace unos días? Pues no lo sé. Se veía como lo que es: una tierra lejanísima y exótica desde mi plato de lenguado. Pero la nieve que ya no cargan los glaciares no es lejanísima y exótica. Esa es de todos. Bueno, no es de todos, es de algunos, esté donde esté. El agua es de algunos. El deshielo es de todos. Yo he seguido con el almuerzo, y he bebido agua fresca del grifo, sin patógenos, con la justa contaminación.

Y el reportaje ha terminado y ha empezado otro. Esta vez era sobre una especie de convención de nuevas tecnologías con jefes de acá y de allá dando declaraciones acerca de que las tecnologías van a comprometerse con lo social y van a mejorar de verdad nuestras vidas. Deberían haber ofrecido un descanso entre un reportaje y otro, un fundido a negro o al menos un aviso de que íbamos a cambiar de pantalla, que íbamos a dejar de hacer el paripé. En realidad de que íbamos a seguir haciendo el paripé.

Todo es así en verano. Ayer, por ejemplo, mientras buscaba información para un texto que tenía que escribir, pasé de ver un vídeo de una amiga haciendo esquí acuático, enganchada de un barco, con las piernas rígidas y fuertes haciendo equilibrios sobre el agua rizada del Mediterráneo, a ver un vídeo de unos hombres que saltaban del Open Arms para intentar llegar a nado a la costa de Lampedusa, en un acto terrorífico de desesperación. Era el mismo Mediterráneo. El lenguado, etcétera. De un vídeo a otro, simplemente mi dedo pasando por la pantalla caliente del teléfono.

¿Siempre ha sido así? No, no siempre ha sido así. Aún recuerdo cuando cambiar de pantalla salía caro. Había que moverse, que pensar, que concentrarse, que cambiarse de ropa, que coger un autobús o mil. No importaba que fuera verano o invierno. Desde que tengo uso de razón, en el telediario se salta de un universo a otro, pero mis simples dedos no eran capaces de tanta magia. Bueno, en realidad sí hacían magia. Pasaban páginas. Pasaban páginas sin parar. Mis dedos cruzaban universos y mis ojos estaban quietos, prendidos a las líneas, deslizándose, cayendo de una a otra sin cansarse, sin desistir, sin rendirse. Atrapados pero felices. Ahora tengo unos ojos indolentes que no están nunca en su sitio. No sé qué ven cuando miran. No sé si miran lo que ven. El agua en Bolivia, el lujo del lenguado fresco, el grifo que corre sin vergüenza, las piernas de mi amiga sobre la tabla y sobre el rizo del mar en sus merecidas vacaciones, el Mediterráneo lleno de muertos. Mis ojos van y vienen, dando una importancia relativa a cada cosa. Qué privilegio. ¿Llegará tras el verano el punto de fuga? Pero si da lo mismo el verano que el invierno.