Un reciente metaestudio publicado en Frontiers in Environmental Science ha vuelto a situar al plástico en el centro del debate climático. El artículo, titulado The knowns and unknowns in our understanding of how plastics impact climate change, recopila investigaciones recientes sobre los efectos de los plásticos. En él se sostiene que los plásticos podrían contribuir al cambio climático no solo por las emisiones de gases de efecto invernadero durante su producción y descomposición, sino también por su interferencia en procesos naturales como la fijación de carbono en suelos y océanos, o su posible impacto en el balance de radiación terrestre.

El estudio plantea hipótesis relevantes: que los microplásticos podrían alterar la capacidad fotosintética del fitoplancton, que la degradación de polímeros podría emitir gases de efecto invernadero no contabilizados, o que las grandes extensiones de invernaderos de plástico podrían cambiar la radiación reflejada por el planeta. Todo ello con implicaciones, afirman los autores, potenciales para el clima. El problema es que, más allá de lo llamativo del planteamiento, muchas de estas afirmaciones son solo conjeturas, un llamamiento a seguir investigando, pero no se apoyan en datos empíricos suficientes, y se presentan sin confrontarlas con los efectos positivos —también reales y documentados— del uso de plásticos.

Y ese es precisamente el sesgo: una evaluación parcial que ignora el papel que los plásticos ya juegan en la reducción de emisiones en sectores clave. No se trata de negar los impactos de los residuos plásticos, sino de exigir el mismo rigor y objetividad científica al evaluar tanto lo negativo como lo positivo.

Vehículos más ligeros, menos emisiones

En el transporte, los plásticos han sido clave para aligerar vehículos. Por cada 10 % menos de peso, el consumo de combustible baja entre un 6 % y un 8 %, lo que se traduce en menos emisiones. Dado que el transporte genera cercadel 25 % de los gases de efecto invernaderoa nivel global, su impacto es sustancial. Esta reducción aplica a coches, trenes, camiones, barcos y aviones.

Viviendas más eficientes energéticamente

Los polímeros utilizados como aislantes térmicos, con una vida útil de más de 50 años (como el poliestireno expandido o las espumas de poliuretano) reducen la pérdida de calor en invierno y evitan la entrada de calor en verano. Esto disminuye el uso de calefacción y aire acondicionado, responsables de una gran parte del consumo energético doméstico. Una vivienda bien aislada con materiales plásticos puede reducir sus emisiones de CO₂ hasta en 1 tonelada por hogar y año.

Invernaderos: sumideros de carbono y ahorro hídrico

El uso de cubiertas plásticas en invernaderos ha permitido convertir regiones áridas en centros de producción agrícola. Estos sistemas funcionan como verdaderos sumideros de CO₂ al aumentar la biomasa vegetal. Además, reducen el uso de fitosanitarios y, lo más importante, disminuyen drásticamente la huella hídrica de la agricultura. Con menos agua y menos tierra, se produce más alimento, por eso los invernaderos son, precisamente, un ejemplo de sostenibilidad.

Envasado y conservación de alimentos

Los envases plásticos prolongan la vida útil de los alimentos y reducen el desperdicio, responsable de un tercio de las pérdidas alimentarias mundiales. Por ejemplo, un pepino sin envolver dura 3 días; envasado, hasta 14. Además, son ligeros, lo que reduce el impacto del transporte. Si esos envases se reciclan o reutilizan, contribuyen aún más a reducir las emisiones, encajando en un sistema de economía circular.

¿Sustituir el plástico contamina más?

Una revisión publicada también en Frontiers in Environmental Science concluyó que en 15 de los 16 casos analizados, sustituir plástico por otro material aumentaba las emisiones globales. Como ejemplo cotidiano está la bolsa de papel, que triplica la huella de la de plástico, o la de algodón, que multiplica por 10 su impacto medioambiental. En el caso de del sector alimentario, los envases de aluminio o vidrio consumen mucha más energía y recursos que los de plástico, empezando por el impacto de la extracción de las materias primas, las emisiones asociadas al reciclado y recuperación de materiales y terminando por el peso de estos materiales en comparación con el plástico, lo que tiene un efecto multiplicador en las emisiones asociadas al transporte de mercancías.

Una persecución poco científica

La demonización del plástico responde más a una moda que a una reflexión informada. Este sesgo no solo aparece en redes o en medios generalistas, sino también en el ámbito académico, donde solo reciben financiación pública los estudios que analizan sus efectos negativos —medioambientales o sobre la salud— mientras se ignoran las investigaciones sobre el potencial de estos materiales para mejorar la eficiencia energética, reducir emisiones o impulsar la circularidad. Esta asimetría limita el avance científico, condiciona su percepción pública y supone una pérdida rotunda de libertad en el ejercicio de la ciencia.

El problema se agrava cuando esa visión parcial acaba influyendo en la política. En lugar de aplicar criterios de evaluación rigurosos, se aprueban normativas e impuestos que discriminan al plástico sin tener en cuenta su impacto real frente a otros materiales.

A ello se suma la falta de una respuesta coordinada por parte del propio sector del plástico, que no ha sabido articular una defensa común como sí lo hicieron en su día las industrias del vidrio o del papel cuando les tocó ser el material demonizado de su época. Esa falta de estrategia comunicativa ha dejado el debate público en manos de una narrativa emocional que, con frecuencia, se aleja de lo verdadero: mitos como que existe una isla de plástico, o imágenes falsas de tortugas marinas atrapadas en anillas, se siguen compartiendo para generar alarmismo.

La consecuencia final es un escenario en el que la ciencia pierde independencia, la industria pierde competitividad, y los ciudadanos pierden información veraz para tomar decisiones informadas. Necesitamos evaluar los materiales con una mirada más científica, más transparente y menos ideológica. Lidiar con el cambio climático a base de modas, sin ciencia ni rigor, es una crónica de un fracaso anunciado.