Carles Francino se rompió en antena. Su vuelta al programa de la Cadena SER después de haber superado esta puta enfermedad que nos tiene contra la lona se convirtió en una catarsis emocional. Lloró, se atragantó. No podía llenar los silencios, que en la radio son ausencias, explicando lo que ha vivido estos días, excusándose continuamente por convertir su vivencia en noticia, como si no lo fuera. Disculpándose a cada palabra que conseguía desligar del nudo de su garganta para no poner su experiencia por encima de la de otras familias, como si la suya no tuviera el mismo valor para quienes le escuchábamos.

Carles Francino mostró lo bello que puede ser sentirse quebrado cuando se utiliza para transmitir un bien para el colectivo. Las lágrimas que sujetaba en cada palabra brotaban para mejorar lo común, aunque él no se diera cuenta. Para que al escucharle nos sintiéramos menos solos ahora que el egoísmo más primitivo se ha pavoneado orgulloso escupiendo sobre nuestras esperanzas con su sonrisa cínica. Duele mucho, teniendo presente el dolor de la pérdida, el cansancio del sacrificio y la angustia de la incertidumbre, observar la algarabía orgullosa y altiva de cientos de gilipollas insolidarios. No tiene que ver con perder lo que nunca se ha tenido, el poder en Madrid nunca nos ha representado a algunos. Nunca hemos ganado. Lo que nos azora es un desamparo que oprime el pecho. La desazón hiriente y atónita de quien en el velatorio de su madre recibe una burla y un desprecio.

Perdónenme, pero también mis emociones pueden ser un acto narrativo aunque no sean noticia y no voy a excusarme por usarlas. Soy un tipo que se emociona con los actos de solidaridad y de compañerismo. Con los memes en los que un perro ayuda a un gato a cruzar un charco o con el niño que tras sufrir bulliying canta un canción en un concurso de talentos hasta que alguien toca el botón dorado. Puede que sea de izquierdas por haber mitificado esos actos de comunión, de compasión y ayuda al prójimo. De empatía con el diferente y de abandono de los intereses propios en favor de alguien que lo necesita más. Sin la fe convertida en dogma rojo de que la humanidad es mejor cuando no deja atrás a las más desfavorecidas no concibo mi trabajo ni mi vida. La idealización partisana de que no se avanza dejando atrás a los enfermos, ese es mi credo, eso es lo que siempre me ha motivado a seguir adelante.

El sábado se me rompió algo por dentro. Llevo mucho tiempo sujetando las emociones, aparentando una fortaleza que nunca ha brillado entre mis capacidades pero que he conseguido mostrar como coraza de una sensibilidad demasiado epidérmica. La crianza en un barrio que no perdona mostrar debilidad y que enseña a hostias que es mejor guardar la emoción me disciplinó como no debía. Pero siempre hay un momento que derrumba las construcciones fraguadas en cimientos poco firmes. Comprender que se está conformando una sociedad que prima al matón frente al maltratado, al egoísta frente al solidario y al incívico frente al que cuida pudo conmigo. He hincado la rodilla, las imágenes del final del Estado de alarma han agotado mi firmeza. No me avergüenza mostrarlo, porque soy frágil.

Francino nos regaló ayer un elogio de la vulnerabilidad. Como oyente y compañero de profesión se lo agradezco. No solo por hacer que no me sienta tan solo, que no nos sintamos en soledad con esa congoja, porque somos muchas, sino por enseñar de manera cruda lo poderosa que puede ser una lágrima para luchar contra la avaricia del egoísta. Estamos decaídos, pero al oírse quebrar su voz nos ha acompañado en la desesperanza. A mí, a sus oyentes. A las abuelas que no han podido besar a sus nietas, a las sanitarias que han teñido sus sienes agarrando las manos por nosotros y a quienes se han puesto la mascarilla por respeto a un desconocido. A todas ellas. Estamos tristes y abatidos, pero ayer la radio nos hizo sentir que de la soledad también se sale en común. No se deja a las guerreras heridas por el camino.