No es fácil decirle a alguien que se va a morir. "El informe es muy duro, tienes que ser muy fuerte", me dijeron un verano por teléfono. "Es de los más agresivos. Lo siento mucho", me dijeron un diciembre en los pasillos de las urgencias de un hospital. Pepita Vilallonga optó por la línea recta: "Tienes un mal de ojo y llevas un muerto en la espalda. No durarás una semana. No veo que llegues a diciembre". No me extraña que la hayan condenado a dos años y medio de cárcel. La amabilidad nunca sobra. Sobre todo cuando te estafan.

Pepita es vidente de raza, uno de esos adjetivos que detesto para los periodistas pero me encantan para profesiones como la suya. Una mujer que no ha optado por nombres artísticos para dedicarse a lo suyo, la estafa y las expectativas.

Se llama Pepita cuando podría haberse puesto nombre de bruja celta o de piedra semipreciosa. Ámbar Vilallonga, por ejemplo. Su hijo Fran y un colaborador llamado David -"experto en mal de ojo"- también han sido condenados. Quién no va a confiar en personas con esos nombres.

Pero la sinceridad de la vidente con su clienta provocó en ésta tal estado de pavor que se gastó más de 30.000 euros en librarse del peso del muerto y de la muerte de sus perros, que iban incluidos en el pack. Rituales varios que incluían enviar un emisario de El Vaticano a Jerusalén para enterrar unos calcetines. Todo en efectivo.

La que escribe siente curiosidad desde pequeña por el esoterismo. En casa había devoción cristiana pero estacional. En Navidad, Semana Santa, fiestas patronales. Y de vez en cuando, el brujerío. A mi madre nunca se le ocurrió ir a ninguna Pepita, pero nos ordenaba a todos en Nochevieja meter los anillos de oro en la copa de sidra y comprar velas de colores porque no sé qué tarotista había dicho en la tele que así íbamos a entrar en el nuevo año con buen pie.

Miraba de reojo con aplastante envidia a personajes como Rappel y Cristina Blanco (madre del actor Miguel Ángel Muñoz). Del primero admiraba sus túnicas y los pedruscos de sus manos, aunque mi padre le cortaba el rollo recordándole las gafas y el peinado y cómo serían para los hijos del vidente una reunión de padres del colegio a la que acudiera de tal guisa.

Madre se hacía la sueca y me decía por lo bajo: "Mari, no debe funcionar mal cuando se hace esas ropas. Que esas telas son buenas". Yo asentía y a veces pensaba que mi misión en la vida era conseguir una cita con él para echarnos los visones en vez de los muertos a las espaldas y mientras nos auguraban el futuro. Lo de Cristina Blanco fue sencillo de digerir porque ya he dicho y escrito en más de una ocasión que todo aquello que rodeara a María Teresa Campos era inmediatamente validado y bienvenido en casa.

Años después, me vi a mí misma pasando las noches de puerperio escuchando una emisora a la que llamaban almas descarriadas con una fe infinita en quien estaba al otro lado del teléfono. Personas dispuestas a dejarse el alma y la visa por el trabajo de un hijo, recuperar amores perdidos, descubrir infidelidades, convertir una primera cita en el amor que estabas buscando, cambiar el signo de un informe médico. Todo con música envolvente, cánticos espirituales y una curiosa mezcla de tarot, magia celta, santos y vírgenes católicas.

Mujeres dispuestas a todo para salir de aquel pozo: piedras, velas, letanías. Valientes, pensaba yo, que me sentía incapaz de llamar a esas horas y por ese dineral. Por no hablar del miedo a escuchar según qué respuestas.

Aquella radio tenía locutoras muy animadas pidiendo a oyentes como yo que en aquel 906 estaba la solución a nuestros problemas gracias a un equipo de profesionales que trabajaban las 24 horas. Las había para consulta privada y también estaba la posibilidad de que tu llamada la escuchara España. Si no llamé, fue porque no quería despertar al bebé agarrado a mi pecho.

Podemos echarnos unas risas con el asunto y mirar por encima del hombro a los que se fían de personas como Pepita o Adelina, la gallega a la que acudió Jordi Pujol para resolver su tic en el ojo y de paso, dice ella, aclarar algunas dudas sobre su gestión política.

Yo prefiero pensar en Rosalía, la mujer que se gastó más de 30.000 euros movida por la desesperación y el miedo. Y que también podría ser yo aquellas noches de insomnio y lactancia. Yo también tenía un montón de problemas por resolver. Y cómo no vas a fiarte de alguien que se llama Pepita.