Algunos días se hace muy cuesta arriba enfrentarse a un folio en blanco. Algunos días son muy lunes, amaneces más temprano, con el cuerpo revuelto e inquieto, como si te lo fueras a jugar todo. Algunos días la radio, la televisión y los periódicos son la erupción de un volcán en la isla de La Palma y la detención de una enferma de esquizofrenia paranoide por atacar a dos personas. Y decides no entrar ahí, no aportar tu opinión porque no tienes ni idea y porque en el fondo no le importa a nadie. Pero cuando está a punto de acabar el día te das cuenta de que no ha ido tan mal. Es más, ha ido bastante bien.

La última vez que vi a Carlos Alsina en persona fue el 12 de marzo de 2020. Ese día yo tenía conjuntivitis en un ojo, así que me tocó ir a trabajar con unas gafas antiguas que ya no me favorecen y sin rímel en las pestañas. Cuando aparecí en la calle de Rodríguez Marín allí estaba él, en la puerta de la residencia donde vivía mi madre, con otros compañeros del programa. Ese día también tenía el cuerpo revuelto e inquieto y las manos heladas. Ese día ya estaban los colegios y las residencias cerradas.

Hicimos un programa mientras paseábamos, en el que yo me sentí abrazada (aunque esos días ya nos tocábamos poco) y con la emoción guardada en los bolsillos. Ese día me sentí Ginger Rogers bailando con Fred Astaire, ligera y en casa. Luego vino lo que vino. El encierro, la muerte narrada por teléfono en 72 horas (paso a paso, con una frialdad terrible, inolvidable), la orfandad, el miedo, unas vacaciones recorriendo el sur de Francia con el móvil apagado por primera vez en seis años.

Ayer volví a tener delante a Fred y volvimos a bailar. Ayer no me importó tardar una hora y media en recorrer la línea 10 de metro, volver a hacer el cambio en la estación de Tres Olivos, cruzar un descampado para llegar al estudio de radio y volver a casa con dos ampollas del tamaño de dos judiones de La Granja. Ayer volví a casa contenta y con el rímel fuera de su sitio. "Mamá, ¿has llorado?", me dijo la adolescente al llegar a casa. "Dos veces, hija, y casi una tercera", contesté. "¡Qué raro!", respondió, mirándome y constatando que hay cosas que no tienen remedio.

En este año y medio han cambiado demasiadas cosas, aunque algunas se resisten a marcharse. Sigo jugando a un juego absurdo que consiste en averiguar en qué parada de metro se bajará el personal dependiendo de su aspecto. La Moraleja (mucha empleada doméstica), las Tablas (antiguos votantes de Ciudadanos), Begoña (pacientes llenos de volantes para el Hospital de la Paz) o Ronda de la Comunicación, que es un nombre muy pomposo para denominar a la sede de Telefónica. Allí siempre se bajan muchachos en flor, muy bien vestidos y con gafas, con sus mochilas de alguna gran consultora en la que trabajaron antes.

La línea 10 es muy larga y ahora, lamentablemente, tiene cobertura de móvil en todas las paradas, así que leer se ha convertido en una oposición a Técnico Comercial del Estado. Ahora hay más perretes en brazos de sus dueños, ahora es casi imposible concentrarse entre el pitido de los mensajes, los audios de voz para el público, los videos de Instagram y TikTok bien altos. Ayer eché de menos al personal de Renfe cuando vas en el AVE y te ofrece unos auriculares.

Fue un lunes un poco cursi, un poco moñas como yo. Fue una vuelta al cole en la que volví a sentirme una principiante, un proyecto abocado al fracaso. Un "me van a echar" que siempre aparece, como antes era "me van a suspender" aunque luego viniera un sobresaliente. Fue maravilloso volver a hablar de temas que no conducen a nada, un "no adelgaces más", "a ver cuándo nos hacemos un vermut", "joder, qué alegría", "¿se te puede abrazar?" Fue, para qué negarlo, una rutina a la que estaba deseando entregarme.