David Uclés

Editorial: Siruela

Año de publicación original: 2024

Odisto espera en el huerto de su cortijo, una noche de la primavera de 1936, a que la vida y la muerte desempaten en su familia. Tras 14 alumbramientos de su mujer María, ha visto a siete criaturas salir adelante y a otras tantas nacer ya cadáveres o fallecer en sus primeros minutos de vida.

Dentro, la partera y Pura, la madre de María, se afanan en cumplir todas las tradiciones y respetar todas las supersticiones para que todo salga bien. Cuencos con agua en las esquinas de la estancia, hojas de laurel en las puertas para repeler el mal agüero, y una rama de olivo en las manos de la abuela que no deja de rezar ni un segundo.

Por momentos parece que estemos ante cualquier pasaje de Poeta en Nueva York de Lorca, o sumergidos en una leyenda de Bécquer redimensionada. Las descripciones son oníricas y potentes, y ayudan a dejarnos caer como Alicia en la madriguera hacia ese mundo donde (narrativamente) todo es posible.

Como que en aquel pueblo, en Jándula, todas las velas se prendan en el momento del nacimiento de una criatura. Motivo por el cual se sacan todas de la casa, para no quedarse sin oxígeno cuando llegue el alumbramiento. Así, Odisto sabe, al percibir la claridad de los cirios en la puerta del cortijo, que su hijo ha nacido. Y segundos después, ante la llegada súbita y dolorosa del apagón, que la muerte ha ganado esta guerra.

El triunfo de la muerte

Porque La península de las casas vacías va de eso, exactamente. De cómo la muerte se abre paso, encara a una familia, un pueblo, un país, y se lo traga, con esas fauces mugrientas y terribles, hasta hacerlos desaparecer. De cómo la familia de Odisto contaba con cerca de 40 miembros en la primavera de 1936 y ocho años después, en 1944, no quedaba nadie.

Qué mejor manera de contar la Guerra Civil que alejarse del corsé de lo verosímil y acceder al alma del lector a través de los canales de la ficción

Y esa desaparición, ese drama que avanza lento como magma espeso y definitivo, está contado con la frescura de quien no ha notado jamás ese calor en su piel, pero sí en su alma. De quien no tiene que tirar de memoria para recrearlo, sino de charlas con sus mayores. No es la percepción quien origina el relato, sino la empatía.

Esa distancia, ese espacio entre los hechos y el escribiente, le permiten a David Uclés construir una historia luminosa en su oscuridad, llena de fogonazos de irrealidad que anclan la trama en la tierra, hunden sus raíces en la tradición oral, en la superstición que crece como ley en la España rural y le emparentan, de un modo muy particular, con los textos de Irene Solà.

Porque qué mejor manera de contar la Guerra Civil que recurrir a la fantasía. Qué mejor manera de hacernos sentir la agonía del bombardeo, la inquietud de la desaparición, que alejarse del corsé de lo verosímil y acceder al alma del lector a través de los canales de la ficción.

Una novela, una vida

David Uclés empezó a escribir La península de las casas vacías con solo diecinueve años y terminarla le llevó otros quince. En esta década y media, el joven jienense he hecho evolucionar el manuscrito infatigablemente, mientras se ganaba la vida tocando en la calle.

Bohemio por convicción, recorrió el país en busca de testimonios que dieran veracidad a su historia. Y veracidad no es verosimilitud. La primera es contar la verdad. La segunda es solo tener apariencia de ella. Y en este libro lleno de animales fantásticos, de hechos que violan las leyes de la física, hay mucha verdad, pero poca verosimilitud.

El resultado es una novela que se lee con avidez, entretenida, capaz de arrancarte sonrisas pero sobre todo de dejarte piedrecitas en el alma. Poco a poco, capítulo a capítulo, frase a frase, el peso se va acumulando hasta que, sin darte cuenta, esas pequeñas piedras son capaces de sumirte en una negrura parecida a la que vivieron los que tuvieron que hacer frente a la guerra.