Las pocas imágenes que sobreviven en YouTube de la ciudad de Elbing son vídeos de corte ultraderechista. La nostalgia se intuye en muchos de los resultados que la web arroja cuando buscamos el nombre de un país que ya no existe. Elbing es Elbląg ahora, y está en Polonia. Pero antes de eso estuvo en la Unión Soviética, y antes perteneció a un Imperio cuya fundación se remontaba al siglo XVI: Prusia.

Las antiguas iglesias luteranas ahora son católicas; y tampoco sobreviven los nombres de sus calles. Al final de la II Guerra Mundial el Imperio prusiano dejó de existir del día a la mañana. La anexión al Tercer Reich terminó de condenar a una nación afectada por la fiebre de la espada, a la que nunca se le perdonó instigar muchos de los horrores que alimentaron ambas guerras mundiales. Pero ¿qué fue de sus habitantes? ¿A dónde fueron?

En busca de las raíces

Cuando Ricardo Dudda se lanzó a investigar la memoria de su padre lo hizo con dos grandes problemas en mente: su absoluto desconocimiento del alemán y la tendencia del patriarca a adornar y colorear sus historias con todo tipo de detalles, más o menos veraces.

Gernot Dudda llegó a España a principios de 1960. El nombre de nuestro país resonaba en su mente como la promesa de sol y playa que el franquismo prodigaba ya en toda Europa. Sin embargo, su destino fue otro: Burgos. "Él siempre dice que hacía más frío que en su ciudad alemana, y que tuvo que pedir a su familia que le mandasen ropa de abrigo", explica el escritor y periodista, que pasó dos años desentrañando una historia familiar que se perdía entre fronteras, documentos perdidos y una historia por la que ni su propio padre se habría atrevido a preguntar.

La búsqueda terminó convertirse en un texto que le llevó a ser finalista del premio que la editorial Libros del Asteroide otorga en la categoría de no ficción. Mi padre alemán es mucho más que un árbol genealógico familiar o un libro de postales históricas. Es el fruto de una investigación que opera en muchas direcciones y épocas, desentrañando la infancia de su padre, su vida como refugiado tras la guerra. Pero también la del propio Ricardo, intentando crear una imagen lo más nítida posible de un pasado al que nunca se había atrevido a asomarse.

Pasaportes y sangre

Con la muerte de su tío, Ricardo heredó un archivo que comprendía los únicos vestigios de memoria familiar de los Dudda. Recibos, pasaportes, cartas y listas de la compra que databan de los años cuarenta. Un compendio de kilos de papeles guardados en bolsas de plástico.

Los meses siguientes Ricardo se valió del traductor de Google y extensas entrevistas con Gernot, su padre, para arrojar luz sobre aquella masa informe de documentos, y de paso, sobre la vida de su abuelo Richard. Ambos conocían algunas anécdotas de la guerra, transmitidas de abuelo a padre y de padre a hijo. Muchas de ellas deslavazadas, incompletas, con lagunas que muy pronto habrían de drenarse y dejar al descubierto una culpa enraizada en sus apellidos.

Richard Dudda era policía local cuando la contienda comenzó en 1939. Con el avance de la werhmacht sobre el frente oriental, una horda de agentes de las SS y patrullas se encargaba de 'desbrozar la retaguardia'. La aversión a la nostalgia del patriarca Dudda no había evitado que conservase algunos objetos familiares. Uno de ellos era el pasaporte de su padre, el mismo con el que se movió por el frente durante la guerra, su Polizei Dienstpass.

"No es fácil sacar un documento así de Alemania", reconoce el escritor. La esvástica decoraba el centro del documento, moteado por manchas de sangre y los sellos oficiales del Gobierno de la Alemania nazi. El asombro era mayúsculo. Su nieto empezó a comprobar las fechas y destinos que en él aparecían, comparándolos con las historias que había escuchado tantas veces. Aunque algo no terminaba de encajar.

Los pecados del abuelo

Ricardo fue capaz de trazar el itinerario que, al principio de la contienda, le había llevado por Bielorrusia y los países del Báltico. También quiénes habían sido sus superiores. Así empezó a adivinar qué tipo de órdenes pudo cumplir en aquellos lugares. En torno al año 1941, la guerra era favorable todavía para el Eje. Los planes de Hitler para una limpieza étnica estaban más que proyectados, pero se empezaban a practicar en torno a órdenes difusas, eufemismos que no debían levantar sospechas en los pocos informes que sobrevivieron al fin de la guerra.

Richard perteneció a los escuadrones de Bandenbekämpfung, la limpieza de 'bandidos' y milicianos en la retaguardia del Reich. Un asunto mucho más sucio, teniendo en cuenta que bajo su epígrafe se asesinó, principalmente, a civiles judíos. Bajo las órdenes del carnicero nazi Friedrich Jeckeln, estos grupos dejaron un rastro de crueldad y crímenes de guerra harto conocidos por los historiadores. Lo que muchos de ellos consideran la antesala del Holocausto y la solución final que acabaría con más de seis millones de judíos .

"Tuve que sentarme con mi padre y explicarle todo esto", recuerda Ricardo. La culpa sobrevuela las páginas de Mi padre alemán , dibujando sombras difusas que acaban componiendo un relato muy personal. Nada se da por hecho en una historia que sería imposible contar sin la responsabilidad y el dolor que sirven de antesala a la aceptación. "Mucha gente es incapaz de enfrentarse a este tipo de secretos familiares, intentan justificar cosas que son completamente irreconciliables con nosotros". Gernot guardó un silencio que su hijo recuerda como "elocuente", escuchando lo que él tenía que contarle. "Solo me dijo: 'Ahora entiendo por qué mi padre nunca habló de la guerra".

Dos años después de que su periplo empezase, Ricardo reconoce que ahora ambos están mucho más unidos, y añade entre risas que son "más amigos que padre e hijo". Un orden entre Elbing y Mazarrón; Prusia y España. Ambos tienen la oportunidad de mantener vivo un relato familiar que sobreviva cuando las ciudades y países vuelvan a cambiar de nombre.