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EPONIMIA CIENTÍFICA

La moda de bautizar descubrimientos con nombres famosos (por la que hasta Harrison Ford tiene una araña)

Hasta el año 1560, bautizar un hallazgo (un nuevo lugar o geografía, un nuevo invento, una nueva teoría científica) era infrecuente, incluso considerado extraño. La idea de poseer una idea o un experimento, antes de esa época, era algo sorprendente. De hecho, la palabra plagio ni siquiera existió hasta el año 1598.

Un cráneo

Un cráneoAgencias

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En la Edad Media, la palabra "autor" significaba originalmente "autoridad": ningún escritor moderno podría haber sido calificado decentemente de autor en un período en el que los hombres se consideraban enanos situados sobre los hombros de gigantes (los "antiguos").

Ahora, sin embargo, no sólo se sellan las ideas y los descubrimientos con el nombre de sus inventores, sino que incluso se bautizan con los nombres de personajes célebres, como la araña Calponia harrisonfordi (por Harrison Ford).

¿De dónde viene este hábito de dar tu nombre, o el de otra persona, a un hallazgo científico?

Primeros indicios

En 1561, Fallopio discutía con Colombo a propósito de quién había descubierto en primer lugar el enigmático clítoris. Un siglo después, una disputa similar tuvo lugar entre Thomas Bartholin y Olof Rudbeck sobre el descubrimiento del sistema linfático humano. A fin de zanjar estos debates, que a menudo se alargaban hasta que los implicados fallecían, empezaron a nacer los primeros indicios de lo que se llama eponimia científica: poner nombre de persona a los descubrimientos científicos.

Esta tendencia se inició antes, no obstante, con los descubridores de nuevas tierras, y los científicos les imitaron. Así, por ejemplo, Étienne Pascal, padre de Blaise, descubrió una curva matemática sorprendente en 1637, que pocos años después fue llamada caracol de Pascal.

Antes de ese no hay más casos; quizá el intento de Augusto de dar el nombre de Julio César a un cometa, pero que finalmente se acabaría llamado Halley. O aisladamente, el término informático “algoritmo”, a partir de la forma latina del nombre del matemático persa al-Jwarizmi, que se remonta al menos a principios del siglo XIII.

Como explica el historiador de la ciencia Daniel Wotton en su libro 'La invención de la ciencia', "la epónima pronto pasó de la geografía a la ciencia. Lo nuevo que esto era lo indica el intento de Galileo, en 1610, cuando daba el nombre a las lunas de Júpiter, recién descubiertas, de 'estrellas medicas', de encontrar un precedente para dar el nombre de una persona a una estrella”.

Muchos de los nombres clásicos usados en descubrimientos, de hecho, se otorgaron más tarde. Por ejemplo, el principio de Arquímedes (que un objeto flotará si el peso del líquido desplazado es igual al peso del objeto) no recibió este nombre hasta 1697. Leonardo Pisano, conocido como 'Fibonacci', es el supuesto descubridor de la serie de números de Fibonacci, algo que describió en 1202 pero que no recibió su nombre hasta pasado el año 1870.

La práctica contemporánea

La práctica de la eponimia en ciencia no empezó a generalizarse hasta después de 1648, el año en el que el experimento estándar del vacío llegó a conocerse como el 'experimento de Torricelli'.

Hasta entonces, la idea de que un descubridor era el verdadero 'padre' y el hallazgo era suyo era extraña. Por eso ni siquiera se contemplaba que el plagio existiera: todos nos inspirábamos en todos, en el pasado. De hecho, la palabra “plagio” no se convierta en una palabra en inglés hasta 1598. Ya en 1646 Thomas Browne reuniría diversos ejemplos de autores griegos y romanos de textos que habían sido copiados enteros y que habían aparecido bajo el nombre de otro autor.

Había otra razón por la que el plagio no se consideraba una práctica común: había pocos libros. Y copiar a otro no era motivo de vergüenza, sino casi de homenaje. El plagio, pues, también empezó a ser un término que salió reforzado a medida que empezó a eponimia en ciencia.

El caso más divertido de eponimia quizá tiene lugar en zoología y botánica. Ahí es una práctica común que la nomenclatura binominal que identifica las especies de animales y plantas, que Linneo estableció a partir de 1755, dedique géneros y especies nuevas a personas, incluso a simples famosos no científicos, o personajes entronizados por la cultura popular.

Además de la araña dedicada a Harrison Ford antes mencionada, algunos de los más curiosos quizá sean Anhanguera spielbergi (pterosaurio llamado así por el paleontólogo André Veldmeijer en 2003 en honor a Steven Spielberg, director de 'Parque Jurásico'), Dracorex hogwartsia (pachycephalosaurus llamado así en honor a Hogwarts, la escuela de magia de Harry Potter) o Masiakasaurus knopfleri (terópodo llamado así en honor a Mark Knopfler, exlíder de los Dire Straits). En este último caso, al parecer, los arqueólogos estaban escuchando la canción 'Sultans of swing' mientras hacían el descubrimiento.

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