Ya va para catorce años que Francisco Umbral –Pacumbral- nos dejó para siempre. Con todo, el relámpago de su prosa sigue alumbrándonos cada verano, por ser en dicha estación cuando más apetece abandonarnos a sus escritos bajo el sombrajo de la vida ociosa.
Si bien, Pacumbral hizo de sus columnas periodísticas un género literario, convirtiendo las negritas en lo más parecido al #trendingtopic actual, conviene no olvidarse de que tocó todos los palos, incluyendo la crónica y las entrevistas. En una de ellas, recogida en su volumen de memorias titulado 'Crónica de esa guapa gente', nos acercó hasta la figura de Francisco Fernández Ordóñez, cuando este andaba al frente del Ministerio de Asuntos Exteriores.
La entrevista de marras no tiene desperdicio, sobre todo porque Pacumbral nos presenta a un Fernández Ordoñez aficionado a la literatura, un tipo afable y dialogante que se deja interrogar y que responde al cuestionario con la misma tranquilidad de los criminales que simulan ser todo lo contrario a lo que son. Cuando Pacumbral le pregunta qué es la socialdemocracia, Fernández Ordoñez da una definición muy significativa: "La socialdemocracia es un pacto entre el Capital y el Trabajo", dice.
Tal concreción manifiesta lucidez, si bien no deja de ser tan superficial y cosmética como lo fue la socialdemocracia que trajo el felipismo. Si analizamos históricamente la explicación del que fuera ministro, nos damos cuenta de que en su ecuación falta un término; me refiero al Estado. De esta forma, la socialdemocracia bien definida sería algo así como un pacto entre el Capital y el Trabajo regulado por el Estado. Pero claro, cuando un hombre de Estado se olvida del Estado en sus definiciones, sucede lo que sucedió con el gobierno socialista de Felipe González, que el Capital vino a dominar el Trabajo, fetichizándolo por completo, mientras el Estado dejó de ser de bienestar para convertirse en un Estado secuestrado por el índice bursátil. Y de aquellos polvos, estos lodos.
Pero no vamos a ponernos sanchopanzistas, vamos a seguir con Pacumbral, pues, aunque nos dejó huérfanos de prosa, su legado hoy es infinito, a juzgar por la cantidad de texto que ha dejado en herencia. Los jóvenes columnistas están en deuda con él; una avanzadilla de tinta rabiosa en la que ninguno de sus miembros puede evitar la influencia del más grande prosista de todos los tiempos. Llegados aquí, cabe preguntarse por qué todos los hijos bastardos de Umbral escoran a la derecha, es decir, por qué no son críticos con el Capital, por qué mantienen la equidistancia del extremo centro cuando toca denunciar el secuestro del Estado por parte de los mandas del índice bursátil, o mejor aún, por qué no hay un columnista de izquierdas que maneje la prosa como Pacumbral.
Tal vez sea porque el realismo de la izquierda, puesto negro sobre blanco, no necesita relámpagos que deslumbren a sus lectores/lectoras, o porque la verdad de la disidencia -entre la que me incluyo- ha de ser tan visible como los elementos de la dieta mediterránea, y no necesita de salsas que la camuflen. Qué sé yo. Son preguntas que quedan en el aire perezoso de la siesta veraniega, cuestiones que me planteo mientras leo a Pacumbral a la sombra de una palmera, catorce años después de que el mayor prosista que ha dado este país nos dejase para siempre. En eso ando.