Siento debilidad por las novelas de Albert Sánchez Piñol. No lo oculto. En cada una de ellas nos conduce hasta el vacío cósmico; un área en el espacio donde la velocidad de expansión del universo acelera y en su hazaña colisiona contra monstruos viscosos surgidos del abismo de nuestro inconsciente. En la novela El monstruo de Santa Elena, el autor barcelonés nos lleva de visita a la isla donde Napoleón estuvo confinado hasta sus últimos días; un lugar de cielos grises y plagado de ratas.

Hasta allí se acerca Delphine de Sabran, marquesa de Custine, una bella mujer de época que reunió en su salón a lo más granado de las letras francesas. En su cama dormía el mismísimo Chautebriand, con el que emprende su viaje a Santa Elena. A partir de aquí, la Marquesa de Custine escribe en su diario el progreso de su estancia en la isla. Un viaje al corazón de la resaca bonapartista y un muestrario de especímenes de lo más variado; desde el mismísimo Napoleón hasta su última amante, pasando por los oficiales ingleses que vigilan la isla ante la amenaza de un ataque que libre al emperador de su confinamiento. Pero el único ataque que va a sufrir la isla va a ser el del Bigcripi, un monstruo de apetito voraz que invadirá la costa primero y luego el centro de insular, dispuesto a atomizarse en un ejercito de monstruos; replicas de él mismo en miniatura.

Con una imaginación desbordante que bebe de la misma fuente negra en la que se emborrachó Lovecraft, el novelista barcelonés teje una trama de base histórica donde va a combinar la literatura bélica con el relato de terror cósmico. Entre sus páginas también encontramos diálogos sustanciales en los que Sánchez Piñol nos recuerda que Napoleón fue un militar leído. Sus apuntes a El príncipe, el tratado de Maquiavelo, son una obra fundamental de la ciencia política cuando la política toma otros medios para seguir desarrollándose. Siguiendo sus pautas, hay un diálogo muy significativo entre Napoleón y Chautebriand en esta novela, y ocurre cuando Napoleón le suelta al autor francés que "en política no se castigan los crímenes sino los errores".

Esto último es algo que viene al dedo, cuatro años después de que un virus letal apareciese en escena para actuar de inmediato contra los más débiles. No hay que olvidar que las residencias de ancianos se convirtieron en depósitos de cadáveres y la voz de la Presidenta de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, eludiendo responsabilidades, justificó la falta de traslado de ancianos en aquel momento con un: "No se salvaban en ningún sitio". Este argumento, tan criminal como simplón, no ha tenido toda la repercusión que debería, es decir, con unas palabras dichas así, la caída de Ayuso de la Presidencia de la Comunidad de Madrid debería de haber sido inmediata.

Pero, como bien recuerda Napoleón a Chautebriand, en política no se castigan los crímenes, por lo cual, la caída de Isabel Díaz Ayuso no será por eso, sino por cometer errores que tienen que ver con hombres, uno es su novio y otro es su asesor e ideólogo. Isabel se equivocó a la hora de relacionarse. No hay duda. Y ahora que venga Nacho Cano a poner música a su caída.