La frivolidad y la superficialidad han ocupado todos los espacios públicos y no hay vuelta atrás. A un mes de las elecciones, el presidente del Gobierno se inventa gráficos económicos y entrevista a uno de sus ministros, mientras el principal partido de la oposición da por inaugurada su precampaña con uno de sus rostros más conocidos descalzo en una playa falsa bajo el rompedor lema 'Verano azul'. Los medios de comunicación, contagiados por el mismo virus, dedican sus espacios –abro mi navegador y repaso al azar las home de unos cuantos diarios– a noticias con titulares como "Isabel Díaz Ayuso fía todo al escote de su vestido para la toma de posesión".

Con este escenario, es lógico que los medios se fijen y celebren efemérides tan señaladas como el día de la tortilla de patatas, el día mundial de los calvos o el del orgullo zombie. Por eso, que tampoco a nadie le extrañe que el próximo día 30 de julio pase inadvertido el Día Mundial contra la Trata de Personas. El tráfico de seres humanos es, según todos los especialistas en la materia, uno de los negocios sucios que más dinero genera a las organizaciones criminales y, a la vez, es el más ignorado por los medios. No funciona, no vende. Las historias de mujeres esclavizadas en sórdidos clubes durante años para pagar sus deudas o las de personas transportadas en peores y más peligrosas condiciones que el ganado para ser explotadas laboralmente no tiene cabida en los medios de información y, por tanto, se han convertido en invisibles para el público.

He tenido el privilegio de conocer muy de cerca el trabajo de gente que combate esta lacra. A policías que roban a sus familias muchas horas para rescatar a mujeres de las garras de los tratantes; a miembros de oenegés que se dejan la vida para dar una alternativa a las que se atreven a salir de esas redes y a funcionarios de la administración de Justicia empeñados en dar encaje legal y facilitar el trabajo de la Policía en operaciones complejísimas.

Uno de esos guerreros contra la trata es un inspector jefe de la Policía Nacional. Lo conocí hace muchos años, cuando perseguía atracadores en un Madrid plagado de peligrosos especialistas en la materia. Es esa clase de tipo con el que uno querría estar en cualquier trinchera y es capaz de contagiar con su entusiasmo y energía al más parado del lugar. Por eso, no me ha sorprendido que hace unos días juntase a los actores implicados en la lucha conta la trata en un evento organizado por la Jefatura Superior de Policía de Madrid. Al inspector jefe se unieron los responsables de UCRIF Madrid, el jefe de la Brigada de Extranjería y todos sus componentes y hasta el jefe superior. Hubo gymkana, comilona y, sobre todo, el agradecimiento a todos los que de una manera u otra luchan en la sombra contra una de las más terribles y más invisibles modalidades delictivas de nuestro tiempo. Afortunadamente, hay quienes escapan de la frivolidad y la superficialidad de esta época y dedican sus vidas a ayudar a los más vulnerables. Y hasta son capaces de celebrarlo.