La revista científicaScience publicó recientemente una columna de su editor jefe defendiendo que, para plantarle cara a la anticiencia, los científicos debíamos ser más activos en Facebook. Para ello tendríamos que explotar estratégicamente los algoritmos que rigen las redes sociales y así competir contra los desinformadores por la atención de la gente. En esencia estoy de acuerdo con esto, pero los científicos no debemos emplear los mismos modos que los desinformadores, ni mucho menos dirigirnos a ellos, primero por ética y estética, y segundo, porque es contraproducente.

En un estudio sobre desinformación en tiempos de pandemiase analizó el recorrido de cientos de bulos relacionados con la ciencia y la salud. Las redes sociales resultaron ser, a mucha distancia del resto de medios de comunicación, la principal vía de propagación de desinformación. De todas ellas es WhatsApp la que más bulos siembra, seguida de Twitter y, a mayor distancia, Facebook y YouTube. En Instagram la desinformación es mucho menor, apenas testimonial. Destacan las falsas recomendaciones de salud, falsedades sobre la gestión sanitaria y bulos de supuestos científicos o atribuidos falsamente a instituciones de salud pública.

La anticiencia ofrece respuestas simples, la ciencia no. La ciencia, por su naturaleza, suele presentarse con templanza. A menudo las conclusiones científicas no son categóricas, hay espacio para los grises. Se trabaja siempre con cierto grado de incertidumbre. Para los científicos es lo normal. Más que eso. Es una virtud. Sin embargo, para las personas muy alejadas de la ciencia, la incertidumbre puede percibirse como un defecto. Esto es algo que los desinformadores aprovechan.

Uno de los problemas de las redes sociales es que premian con mayor notoriedad aquellas publicaciones que apelan a las emociones, que promueven las reacciones viscerales o fomentan la polarización. Esta descripción encaja con los modos de la anticiencia. Las afirmaciones tajantes, carentes de matiz, tienen mejor acogida en las redes. Generan más impacto e interacciones entre usuarios, y eso es lo que favorece el negocio, que la gente se quede en la red social, ya sea para participar o para mirar.

Esto ha llevado a algunos científicos a abandonar determinadas redes sociales, para no contribuir al crecimiento de las bestias de la desinformación o, más bien, como una forma de protesta. Lo cierto es que la bestia es tan gigantesca que un puñado de científicos menos no es significativo para desmantelar una red social. Por eso algunos han propuesto una huida o una huelga masiva como una protesta internacional de la comunidad científica contra la mala gestión de la desinformación. Se trata de hacer fuerza para que este grave problema se tome en serio, presionar a los gestores de las redes sociales para que sean más selectos con la información que comparten.

Antes las redes sociales se gestionaban de forma orgánica. El administrador de un foro o un chat echaba a los cretinos y punto, ahora no funciona así, nadie es realmente dueño de su espacio. Una red social puede banear a un usuario, pero con frecuencia tarda mucho en desaparecer y a veces lo hace de forma arbitraria o sin apenas repercusión: borra los tuits en los que acosas a esta persona y listo, ya puedes seguir haciendo el gamba; exhibe como un trofeo que un usuario te ha bloqueado, eso te hará ganar un puñado de seguidores igual de maleducados que tú. Para muchos usuarios esto es un espectáculo atractivo. Muchos forman parte de él porque comportarse como un energúmeno tiene premio. Con la desinformación ocurre lo mismo.

Plantarle cara a la anticiencia en las redes sociales no significa participar en su barbarie, ni siquiera enzarzarse en discusiones. Los desinformadores van por un lado, y los científicos debemos ir claramente por otro. Discutir públicamente con un negacionista o un antivacunas, o un desinformador de cualquier calaña, le legitima y le da relevancia, así que es una práctica contraproducente. Plantarle cara a la anticiencia en las redes sociales significa simplemente estar ahí y lograr que la presencia de la ciencia se haga más fuerte.

El debate científico no sucede en las redes sociales. Esto es muy importante. La ciencia tiene sus propios canales de debate y verificación. Los estudios científicos pasan por una serie de filtros, dentro del sistema de la ciencia, para procurar que la producción científica sea veraz. Cuando los resultados llegan al público general, en formato de datos, hechos, o incluso de un medicamento aprobado para su comercialización, significa que el debate ya ha acontecido dentro de la comunidad científica. Lo que se muestra es el resultado del debate. Una vacuna aprobada es el resultado de un debate. Una indicación vertida por las autoridades sanitarias es el resultado de un debate. Así que el debate científico no es lo que sucede en las redes sociales ni en ningún otro medio de comunicación. Para la ciencia, las discusiones en redes sociales no tienen ningún valor.

Es importante destacar esto porque a menudo se solicita que los científicos debatamos abiertamente en las redes sociales. Se está confundiendo el debate científico con una disputa tuitera. Lo primero es sofisticado y valioso, lo segundo es vulgar.

Ninguna disputa en redes sociales es conveniente para la ciencia. Discutir con un desinformador le da notoriedad y crédito. El público general va a interpretar que ambos están a la misma altura, y que el valor de sus declaraciones es comparable. Tampoco es conveniente que los científicos se peleen públicamente en una red social. Hacerlo contribuye a debilitar la percepción social de la ciencia y a generar desconfianza. Por eso, si no estoy de acuerdo con algo que otro científico ha expresado en sus redes sociales y me parece un tema de relevancia social, se lo comunico por privado. Además, es una cuestión de elegancia y educación.

Ninguna disputa tuitera es conveniente para la ciencia, por eso quienes montan grescas en las redes sociales atacando y señalando a otros solo buscan su propia notoriedad, nunca el beneficio de la ciencia o el triunfo de la información. Por eso debería ser más fácil detectar a los desinformadores, porque también suelen ser unos perfectos maleducados.

Aunque la grosería es un camino corto hacia la notoriedad en redes sociales y es algo que premia el algoritmo, como científica me niego a participar del circo, por ética y por estética. Si logro atraer a alguien hacia el conocimiento científico no será usando los mismos modos de la anticiencia.

El objetivo de la divulgación científica no son los desinformadores. Estos son insensibles a la razón. No se trata de convencerlos ni de ridiculizarlos. Lo primero es improbable y lo segundo es un tiro en el pie. La divulgación es para quien tiene dudas y está abierto al conocimiento. Por eso sí creo que los científicos y comunicadores de la ciencia debemos estar en las redes sociales y cuanta más presencia tengamos, mejor. Para muchas personas somos una fuente de información veraz. Algunos tenemos cientos de miles de seguidores. Las redes sociales son parte de nuestro trabajo, igual que lo son otros medios de comunicación. Marcharnos de Facebook o Instagram o Twitter no favorecerá a la lucha contra la anticiencia, al contrario, dejará libre un hueco de liderazgo más que ocupará la desinformación.

La contribución de un científico a la transmisión de la ciencia a la sociedad depende de su modo de estar en las redes sociales. Si los modos son indistinguibles de los de la anticiencia, mejor que se vaya, puesto que está contribuyendo a alimentar a la bestia. Pero si sus modos son éticos, estéticos y hacen gala de los valores de la ciencia, por favor que se quede.

Es ingenuo pensar que el conocimiento científico se impondrá por sí solo. La ciencia debe alzar la voz.