Son muchos años tragando con el camelo de la modélica Transición y ya estamos quemados. Los procesos históricos son complejos y se aceptan tal y como son, con sus luces y sus sombras, propias de cualquier época, sin mitificarlos ni demonizarlos. La España que surgió del final de la dictadura es la que es y con esos mimbres hay que trabajar, pero ya estamos cansados de la imposición de un modelo de hacer las cosas, porque quienes no participamos en aquella coyuntura tenemos el mismo derecho que los que sí lo hicieron a no respetar un espíritu con el que no estamos de acuerdo. En España el relato de la Transición ha sido un cepo inmovilizante para las generaciones que han visto imposibilitado trascender los acuerdos que emanaron de ese momento histórico asumiendo que no había alternativa a lo que una generación determinada creó en nuestro país.

No se trata de poner en cuestión lo que se puedo hacer en buena dirección, sino de conformar nuestro propio proceso que puede tener en consideración las enseñanzas que surgieron en aquel momento o destruir todo lo que se acordó entonces. Las generaciones que participaron de manera activa en la Transición llevan años negando al resto su derecho a participar en una nueva configuración de la política española y hemos tolerado con demasiada buena gana que se nos impidiera cuestionar ese relato de ensoñación nostálgica de una obra que, buena o mala, es suya y ya no nos concierne. Somos muchos los españoles que no hemos podido participar de un proceso constituyente y encima se nos niega el derecho a reformar, cuestionar o volar por los aires aquellos acuerdos cuando consideramos que ya no nos sirven.

Lo que late tras la reacción desmedida de la generación de Guerra y González a una amnistía no es la amnistía en sí misma, sino la negación del derecho a participar en política y a cuestionar todo aquello que hicieron. Una tutela soberbia que considera que nadie tiene derecho a poner en solfa su obra, aquella que destruyó a una izquierda contestataria hasta subsumirla en un trágala reaccionario por la vía de la amenaza golpista. Ya pasó el tiempo de callarse ante el despótico dictado de quienes tuvieron todas las herramientas culturales, políticas, sociales y mediáticas para subyugar la opinión disidente de quienes consideraban que la Transición y su cultura política son un dique a derrumbar.

Al criticar la amnistía, Alfonso Guerra pretendía que su opinión como constituyente fuera absoluta y arrollara cualquier otra que viniera después, aunque emanara de la soberanía nacional representada en una mayoría parlamentaria. Guerra defendía que la amnistía es la humillación deliberada de la generación de la Transición, que significa la derrota de la Transición. Nadie en la izquierda es tan ambicioso en los objetivos que se plantean al defender la amnistía, si así fuera tendríamos la izquierda más transformadora de nuestra historia contemporánea.

Lamentablemente estamos lejos de esas posiciones, pero si fuese así, si ese fuera el objetivo que aprueba la mayoría, el de derrotar y acabar con la Transición, ¿cuál es el problema? ¿Que no tienen derecho la mayoría de las españoles y las generaciones que le han sucedido a los Guerra y demás dinosaurios a crear su nuevo proyecto político? Si ese fuera el objetivo, a esa generación le toca tragarse el ego y respetar la democrática decisión del mismo modo que otros lo hicieron con sus posiciones en su tiempo.

"Siento todo lo que ocurre hoy como la derrota de mi generación", decía Alfonso Guerra citando a Juan Pablo Fusi. Entonces será una gran victoria de la nuestra, porque la suya, esa que se cree con derecho a representar y que es mucho mejor que lo que gente como Guerra y González muestran de sí mismos, huele a cerrado y hay que airearla. Sí, queremos destruir la Transición, ¿y qué?