Penélope es una mujer pequeña que tiene las manos muy grandes. Es dueña de unas falanges enormes y de un cuerpo flaco que se crece cuando rueda y cuando posa. Es la actriz española más reconocida internacionalmente, habló de su pueblo cuando ganó un Oscar – "I grew up in a place called Alcobendas"- y acaba de ganar la Copa Volpi como mejor actriz en el Festival de Venecia por su interpretación en 'Madres paralelas', la última de Pedro Almodóvar. Un señor que la dirige y la conoce como si la hubiera dibujado.

Lleva colgadas medallas y premios fuera de España pero aquí seguimos anclados a nuestras tradiciones. Ésas que dicen que lo conseguido es fruto de una especie de azar loco porque en lo suyo es, cuanto menos, mediocre. También, claro, porque ha sido una mantis religiosa capaz de engatusar con sus armas de mujer (qué preciosa acepción) a todo aquel señor con poder que se le ha puesto por delante.

Total, apenas ha hecho otra cosa que no sean papeles de latina y ni siquiera sabe inglés. Y encima se casó con Javier Bardem. Un tándem a medio camino entre el comunismo y la antipatía. Sólo les falta estar financiados por Soros o por la masonería. Que vete tú a saber si no lo están.

Penélope es de esas actrices que habla con los ojos porque suele mantener la boca cerrada. Cuando presentaba 'La Quinta Marcha' con Jesús Vázquez, Inma Brunton y Luis Alberto Sánchez era una de esas mujeres de periferia despiertas, ligeras, que parecía encaminada a ir por la vida con desparpajo y sin complejos.

Pero la fama, los medios y el desprecio que se suele tener por el éxito ajeno le han llevado a hablar poco y a decir siempre lo mismo. Que era bailarina, que le gustaba estar en la peluquería de su madre, que se sigue poniendo nerviosa cada vez que inicia un proyecto, que ha hecho muchos amigos en todo este tiempo. Que quiere a todo el mundo, vamos. Sobre todo a Pedro.

Hablando del director manchego, quizá cuando gritó su nombre al entregarle el Oscar por 'Todo sobre mi madre', aquel 26 de marzo de 2000, es uno de los momentos en los que la de Alcobendas se mostró tal cual es. Un poco como todas nosotras, felices y gritonas cuando le pasa algo bueno a quien quieres. Saltas, lo celebras y una mano (la suya, recuerden, enorme) acude rauda y veloz a ese escote maldito como es el palabra de honor, para que no nos juegue una mala pasada.

Recuerdo la sonrisa de Antonio Banderas, que entregaba el premio con ella. San Antonio, ya saben. Porque él es otra cosa. Simpático, malagueño, un chico diez que no ha dado ni un escándalo en su vida. Ése sí que ha triunfado por méritos propios, no como ella. ¿Que no tiene un Oscar? Bueno, y qué. Es NUESTRO Antonio.

La Cruz va camino de los cincuenta años y tiene poco que demostrar. Hace tiempo que puede escoger los proyectos que le dé la gana, la marca que la vestirá en las ocasiones especiales y la ciudad en la que vivir. Es una mujer a la que le seguirán achacando que hable más fuera que dentro. A la que le afearán casi todo, hasta que hable de dos madres, la suya biológica (Encarna) y la política, la Bardem, cuando recoja un premio. A la que señalarán porque habló de la familia, la suya y las otras, de las últimas conversaciones, de premoniciones. Una cursilería insoportable. Y escrito en un papel, y en un inglés muy de Alcobendas. Tolerancia cero, decimos con nuestro inglés nivel medio-alto en el currículum porque mentir se nos da muy bien.

Mientras, ella, con ese pelo a medio hacer, ese vestido de Chanel, esa cara que revela la edad que tiene, recoge el premio con sus manos y contiene la risa y la emoción. Hace mucho tiempo que no se muestra tal cual es en un escenario. Dice "grazie" y vuelve a su sitio. Posa la cabeza en el hombro de su marido, que la besa con ternura. Porque los comunistas malvados también tienen sus ratitos buenos.

Volverá a casa, volverá a rodar, colocará el premio al lado de los otros que ha ganado todo este tiempo. Ya no tiene ganas de gritar Pedro. Quizá más bien "lo conseguí". Y muy de vez en cuando: "Que os den".