Juana Canal estuvo diecinueve años desaparecida, unos cuantos meses muerta y lleva apenas unos días asesinada o, al menos, como víctima de un homicidio. Y sólo en las últimas horas,cuando la Policía y la Guardia Civil detuvieron al autor confeso de su muerte, Jesús Pradales, su pareja en 2003, cuando parecía habérsela tragado la tierra, ha merecido la atención mayoritaria de los medios. Hasta entonces, su desaparición no tuvo eco mediático alguno. Ni siquiera cuando se supo –bien entrado 2022– que los huesos hallados en la sierra de Ávila en 2019 eran suyos. La fotografía de Juana Canal que su familia difundió para tratar de dar con ella no ayudaba mucho. No era la imagen de una angelical joven, sino la de una mujer que llevaba en su rostro las marcas de una vida nada fácil, las huellas de unos cuantos descensos al infierno de las adicciones. Una foto amarillenta y que parecía hoy mucho más antigua de lo que era en realidad.

Para la prensa, el de Juana Canal no era un “caso mediático”, carecía del glamour de otras desaparecidas, daba “mucha pereza”, era “una muerta que huele demasiado a muerta”, no tenía una familia dispuesta a ir de plató en plató convirtiendo la tragedia en espectáculo. Lo único que Juana tenía era una hermana, Ana María, que llevaba dos décadas implorando que la mujer no había desaparecido voluntariamente y que cuando la ciencia constató que estaba muerta reaccionó con la dignidad que tantas víctimas me han enseñado en estos años: sin sobreactuación, con mesura, pero con firmeza, pidió justicia a quien tenía que pedírsela, a las fuerzas de seguridad. Y los policías de la UDEV Central y los guardias civiles de Unidad Orgánica de Policía Judicial de Ávila prometieron a Ana que llevarían ante los tribunales al responsable de la muerte de Juana.

El resto de la historia ya la conocen. Su pareja, Jesús, confesó a medias: dijo que la mató, pero sin querer. Abrumado por los indicios que los investigadores le mostraron, llevó a los agentes a los dos agujeros donde tiró los restos de Juana y puso fin a sus diecinueve años de impunidad.

El éxito de la investigación repara en parte los errores que se cometieron en 2003, cuando nadie se tomó en serio la desaparición de Juana Canal, pese a que la misma noche de los hechos ella llamó a la Policía para contar que estaba siendo víctima de una agresión por parte del ahora encarcelado. La peregrina justificación es que eran otros tiempos, no estaba vigente la ley de violencia de género y no había estrictos protocolos para las desapariciones. O quizás, aquellos policías encargados de las pesquisas pensaron como unos cuantos responsables de medios de comunicación y programas cuando vieron la imagen de Juana y conocieron su caso: que daba pereza.