Nadie merece morir a los quince años. Cuando alguien mata a un niño de esa edad está matando lo que es y lo que puede llegar a ser. Asesina los sueños y las ilusiones de su víctima y de alguna manera asesina también a sus padres, que jamás se repondrán de la pérdida del hijo. Lo he visto muchas veces en estos años de ejercicio: cuando una tragedia de este calibre golpea a una familia, arrasa con todo, es como una riada emocional que no deja nada vivo a su paso. Y ese dolor adicional, el de los padres de un niño de quince años asesinado, no tiene un reproche penal que lo castigue, una pena que sirva para dar respuesta a semejante masacre sentimental.

William, un chaval de quince años, murió asesinado la semana pasada en lo que todo parece indicar que es un nuevo crimen de las bandas latinas. Sí, han leído bien: bandas latinas, es decir, grupos de delincuentes muy jóvenes que se inspiran en las bandas nacidas en América Latina en sus códigos y formas de actuación. Y, en efecto, sus integrantes hoy pueden proceder de Santo Domingo, Bogotá, Talavera de la Reina, Bucarest o Tánger, pero sus pañuelos, sus machetes, su vestimenta y su ámbito delincuencial es el de las bandas sudamericanas. Por dejar de decir las cosas o por cambiarlas el nombre, las cosas no desaparecen.

La Policía trabaja a toda máquina en el esclarecimiento del asesinato de William, el quinto crimen del año en Madrid relacionado con las bandas latinas. La respuesta policial a este fenómeno está siendo contundente: se ha reforzado la presencia de unidades de seguridad ciudadana en las zonas con una mayor afluencia de bandas y la Brigada de Información de Madrid ha golpeado a varios coros.

Otra cosa es la respuesta judicial, que está resultando más tibia de lo exigible. Es habitual que la Policía intervenga un enorme machete a un menor, ponga al chico a disposición de la Fiscalía y al día siguiente lo vuelvan a ver por la calle sin que se hayan adoptado medidas de ninguna clase con él. Y vuelta a empezar.

Los integrantes de las bandas latinas capaces de empuñar una pistola o un machete son muy pocos, seguramente no llegarán al centenar, pero no cabe duda de que el fenómeno se ha convertido en un problema de seguridad al que hay que atacar con todas las armas del estado de Derecho y posiblemente también con educación. Quizás sea bueno dejar de cambiar el nombre de las cosas para no irritar a las pieles y las mentes más sensibles y difundir a los cuatro vientos el relato de lo que de verdad es una banda latina y cómo se acaba cuando se entra en ella: muerto, mutilado o en prisión.