Aprendida la trágica lección, el legislador alemán decidió, después de la experiencia de la República de Weimar, crear en la Ley Fundamental de Bonn de 1949 una justicia constitucional tanto federal como en cada uno de los länder de la República Federal que nacía, de tal manera que supusiera un freno y equilibrio ante los peligros y tentaciones de una justicia politizada. El aparato judicial anterior fue de carácter estamental, heredero de la justicia monárquica, el cual no recibió de buen grado los nuevos tiempos republicanos. Los jueces alemanes, sumidos en la desconfianza y descrédito ciudadano, acabaron situándose constantemente lejos de necesidades de la República y muy cerca de los intereses monárquicos antiguos y del nacionalsocialismo que empezaba a aparecer, consecuencia del orgullo herido tras la I Guerra Mundial. El resultado es suficientemente conocido.

Los fundamentos de la justicia constitucional nacieron así fuertemente anclados en el convencimiento de que cuando se judicializa la política, la política no tiene nada que ganar mientras que la justicia tiene todo que perder.

De ahí la gravedad de que, en esa inercia, en un sistema democrático la Justicia se politice, llegando con frecuencia a sentencias políticas, aunque sean brillantemente vestidas con los atributos de una sentencia judicial.

La sentencia del procés traerá ríos de tinta jurídica, difícilmente se llegará a conclusiones compartidas. Se acatará, pero se discutirá y criticará. Crítica que tiene más sentido, si cabe, tratándose del pronunciamiento de un poder no electo, el único de los tres, que por ello necesita unos equilibrios y controles públicos valiosos en todo sistema democrático.

Los grandes juristas nos dirán su docta opinión, pero desde una perspectiva lega la sentencia del procés es absolutamente inútil. Lo estamos viendo; es difícil creer que los políticos de este país no previeran cuáles iban a ser las reacciones posibles en un conflicto encallado.

La violencia es absolutamente rechazable y a erradicar; la protección de los derechos constitucionales de manifestación, huelga o reunión es una obligación, también, de los poderes públicos.

Una vez que el poder Ejecutivo hizo dejación de sus obligaciones políticas, le tocó el turno a los jueces. La Justicia se enfrenta así no solo a problemas jurídicos, sino también a problemas políticos, ya sean cuestiones domésticas, españolas, u otras, cada vez más complejas en el ámbito europeo y no europeo.

Los políticos, como una maldición, por su dejadez e irresponsabilidad, se ven ahora involucrados en la defensa de una sentencia que debería poder defenderse sola, como todas las que pronuncian los tribunales en un Estado de Derecho. Si el Gobierno y los distintos agentes políticos se ven obligados a defender la sentencia, aquí y por todo el mundo, es por la politización de la Justicia, desempeñando un papel que debería haber correspondido desde siempre a los políticos y a la justicia constitucional.

Lo dijo hace unos días Ángel Juanes, eminente jurista: la Justicia ha hablado, ahora le toca a la política. Otra vez. Inevitable.