Marcelo Gullo

Editorial: Espasa

Año de publicación original: 2025

A lo largo del siglo XVI, el Imperio Otomano, de la mano de Solimán el Magnífico, vivió un periodo de expansión pocas veces visto en la historia. Llegó a extender sus fronteras hasta la actual Hungría y Polonia en Europa, alcanzó las orillas del mar Caspio por el este y Sudán, Somalia y Marruecos en África.

Solimán el Magnífico quería acabar con el Imperio Romano y subir la escalinata de San Pedro en el Vaticano a lomos de su caballo

Sin embargo, el sueño de Solimán era conquistar Roma. Igual que dos siglos antes Mahomet II, el Conquistador, entró a caballo en la basílica de Santa Sofía, en Constantinopla, Solimán quería ser el que tumbara lo que quedaba del Imperio Romano de Occidente y subir la escalinata de San Pedro en el Vaticano a lomos de su caballo.

Lo intentó por tierra, pero sus ejércitos fueron detenidos a unos escasos 100 kilómetros de Viena, una de las ciudades más importantes del Sacro Imperio Germánico, gobernado por Carlos V de Alemania —I de España—.

Por eso, cuando en 1566 falleció, a los 72 años, Solimán el Magnífico, su hijo y sucesor, Selim II, heredó algo más que un vasto imperio. Heredó el reto de hacerse con la capital de la cristiandad. Y durante más de un lustro se dedicó a levantar una enorme flota capaz de cruzar el Mediterráneo y conquistar Roma.

La defensa católica: la Liga Santa

En 1570 el Imperio Otomano conquistó Chipre. Fue el primer paso para su ataque definitivo al corazón de Europa. Alertado, el Papa Pío V organizó lo que se denominó la Liga Santa: una unión de varios estados, formados en su mayor parte por el Imperio Español, liderado por Felipe II, hijo de Carlos V; la República de Venecia y los Estados Pontificios.

Al frente de la Liga Santa estaba don Juan de Austria, hijo ilegítimo de Carlos V, hermanastro de Felipe II, de tan solo 24 años

Y al frente de este macroejército, don Juan de Austria, hijo ilegítimo de Carlos V, hermanastro de Felipe II, que, a pesar de contar tan solo con 24 años, ya había aniquilado con éxito una rebelión morisca en Granada y Almería. En el verano de 1571 las tres flotas, la pontificia, la veneciana y la española, se reunieron en el puerto de Mesina, al este de Sicilia, para enfrentarse a la amenaza otomana.

El 16 de septiembre partieron en busca del turco 314 navíos de todas las categorías, en su mayor parte galeras. Esta era la embarcación típica para las batallas navales de la época: buques de borda baja, alargados y afilados que se movían gracias a la fuerza del remo y a unas pocas velas.

La batalla de Lepanto

La flota otomana, más numerosa que la cristiana, esperaba en el golfo de Patrás, junto a la actual ciudad de Naupacto, entonces conocida como Lepanto, al sur de la península del Peloponeso, en Grecia. Pero en vez de esperarles atrincherados bajo las fortificaciones de la ciudad, decidieron salir en busca de la flota cristiana, lo cual, a la postre, fue un error.

En 1571, las batallas navales no dependían de los cañones, sino que se libraban guerras de infantería sobre navíos

En aquella época, las batallas navales no dependían tanto de los cañones, sino que se libraban guerras de infantería sobre navíos. Es decir, las galeras embestían a los navíos enemigos y los soldados saltaban al abordaje, para tratar de conquistar esa plaza como si de una batalla en tierra se tratara.

Por lo tanto, la batalla de Lepanto resultó ser una sangrienta contienda cuerpo a cuerpo, en la que perecieron multitud de hombres de ambos bandos, todos convencidos de que su fe les iba a entregar la victoria. Tras más de cinco horas de encarnecida lucha, solo los cristianos pudieron celebrarla.

Una visión polémica

El historiador y politólogo argentino Marcelo Gullo deja muy clara su postura ideológica desde el primer párrafo de este libro. La narración histórica, ampliamente documentada, que hace de esta crucial batalla, está constantemente manchada por sus valoraciones ideológicas y por el controvertido paralelismo que hace con la actualidad.

El papel de España como escudo de la cristiandad, que en 1571 impidió que las fuerzas árabes alcanzaran el corazón de Europa, lo enarbola Gullo como ejemplo a seguir en la actualidad. Como si la migraciónque recibe Europa en el siglo XXI, compuesta de hombres, mujeres y niños que huyen de la miseria en busca de una vida mejor, fuesen en realidad la reencarnación de los ejércitos invasores de Solimán el Magnífico.

Además, el constante ataque que realiza Marcelo Gullo desde las páginas de este Lepanto a catedráticos e historiadores progresistas, acusándoles de poner siempre en tela de juicio los hechos heroicos del pasado de España, resulta algo cargante, pues da la sensación de que el propio autor también está marcado por el sesgo de su propia ideología, exactamente igual que los catedráticos a los que critica.

En cualquier caso, más allá de la valoración política e ideológica de la que el autor parece no querer desviarse, la narración de la épica batalla resulta muy entretenida. Está repleta de detalles y enriquecida con los relatos de los cronistas de la época y de los siglos posteriores. El resultado es una lectura amena sobre una batalla que marcó el devenir de una Europa fragmentada a finales del siglo XVI, que se unió ante el enemigo común del Islam.

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