Escribo estas líneas aún estupefacto por todo lo que ha rodeado al 8-M. El año en el que más de setecientos delincuentes sexuales han visto reducidas sus penas gracias a la incompetencia del Gobierno, Ángela Rodríguez Pam, una de las principales responsables de este desastre, asegura que un estimulador clitoriano es un arma para combatir el fascismo. Mientras cuarenta y nueve mujeres fueron asesinadas por la violencia machista en 2022, la misma Pam, secretaria de Estado de Igualdad, se indigna porque las chicas prefieren que sus parejas las empotren al solitario placer del Satisfyer, su asesino de fascistas favorito. Cuando aún sobrevive la brecha salarial entre hombres y mujeres, la jefa de Pam y ministra de Igualdad dice que hay que poner en la agenda pública el sexo durante la menstruación y el de las mujeres de cincuenta años, que hasta la llegada de Irene Montero al Gobierno debían permanecer célibes y alejadas de cualquier alegría para sus cuerpos. Cuando en Irán, Afganistán, Arabia Saudí y muchos otros rincones del mundo las mujeres son despojadas de sus derechos, Pam se graba con un coro de adolescentes aparentemente cortas de entendederas lamentando que la madre de Santiago Abascal no abortase.

Gracias a mi edad y a la mochila vital y laboral que llevo encima, asistir a esta escalada de imbecilidad, frivolidad y vacuidad ya no me cabrea, sino que me hace sonreír y pensar en unas cuantas mujeres con las que me he cruzado en estos treinta y seis años de patear las calles, las brigadas, las comisarías, las comandancias y los rincones oscuros de las ciudades. Por alguna razón que desconozco, estos días que he escuchado tanta impostura ha venido a mi mente una de las primeras inspectoras de Policía que conocí. Era 1988, ella formaba parte de la segunda promoción de mujeres del cuerpo y en aquella época andaba por Homicidios, resolviendo crímenes atroces y rompiendo a hostia limpia cualquier techo, no de cristal, sino de cemento armado.

Isabel es menuda y no alza la voz ni en el peor de los escenarios, pero era una investigadora implacable, alguien que creó escuela en la Brigada de Policía Judicial de Madrid. Hace poco, una hoy comisaria principal me confesó que al llegar al grupo de Homicidios leía los atestados que escribía Isabel para aprender, porque sus escritos eran canónicos. Con constancia, una capacidad de trabajo inigualable y el olfato de los mejores investigadores, Isabel apresó a criminales como Francisco García Escalero, el asesino de once mendigos; Joaquín Villalón, autor de la muerte de su novia y de dos transexuales; o Cenicienta, un travestí que mató a un cliente de cincuenta puñaladas y lo quemó.

En 2002 y gracias a una hoja de servicios llena de éxitos, Isabel se convirtió en la primera jefa de un grupo de Homicidios de España. Veinte años después, dos inspectoras dirigen los dos grupos de Homicidios de la Brigada de Policía Judicial de Madrid, la misma Brigada donde Isabel dio sus primeros pasos y donde abrió camino a tantas mujeres. Allí pasó por Atracos, la sección con los tipos más duros del lugar, que la usaban para llamar a la puerta de los atracadores y pasarla por encima cuando abrían. Después lidió con el medio centenar de crímenes que anualmente se cometían en Madrid y formó parte de una sección compuesta por investigadores que son historia de la Policía, muchas de ellas mujeres. Ni uno solo de los que fueron sus compañeros pone un pero al talento y a la profesionalidad de Isabel. Pero, por encima de todo, recuerdan su empeño por cuidar a los suyos y su compañerismo, que algún juez intentó poner a prueba.

Hoy, jubilada, la imagino en su Soria natal, repartiendo su cariño a esos dos sobrinos que adora, fumando tabaco negro y riéndose y ciscándose en los muertos de todas aquellas que creen que hasta que ellas ocuparon un despacho oficial las mujeres estaban indefensas ante el heteropatriarcado opresor.