A unos 200 kilómetros de Berlín, en la región de Sajonia, un castillo gótico, construido en el siglo XI, se impone en lo alto de la localidad de Colditz.

Utilizado en un principio como atalaya por los grandes emperadores germanos, con el paso del tiempo se convirtió también en hospicio para indigentes y hospital psiquiátrico. Pero fue, sin embargo, durante la Segunda Guerra Mundial cuando comenzó a realizar la actividad por la que todavía hoy es recordado: ser la cárcel de mayor seguridad del Tercer Reich.

La cárcel de Colditz

Es allí donde Hitler decidió enviar a los presos más peligrosos: oficiales aliados y enemigos del régimen nazi.

Prisioneros caminando por las calles de Colditz
Prisioneros caminando por las calles de Colditz | Archivo Colditz

En este último grupo estaban incluidos opositores políticos, miembros de la resistencia además de médicos, ingenieros o intelectuales Todos ellos tenían una característica en común: habían intentado fugarse de otros campos de concentración donde habían estado recluidos previamente.

Vivir en Colditz

La Convención de Ginebra dejaba muy claro cómo tenía que ser el trato que recibieran los arrestados de alto rango del otro bando: "Los oficiales encarcelados durante la Segunda Guerra Mundial no podía ser obligados a trabajar para el Reich (...). Su bienestar era supervisado por un 'poder protector' neutral, al principio Estados Unidos y más tarde Suiza. De acuerdo con la Convención, los altos mandos capturados gozaban de ciertos privilegios, entre ellos ser "tratados con el debido respeto a su bando", explica Macintyre en su libro.

Prisioneros de Colditz jugando al voleibol en el patio
Prisioneros de Colditz jugando al voleibol en el patio | Archivo Colditz

En cierta medida esto explica, por tanto, que Colditz fuera un oasis en comparación a la crueldad con la que los nazis controlaban el resto de campos. Las normas, más humanas, permitían que los prisioneros tuvieran tiempo para organizar veladas e incluso fiestas que, muchas veces, los presos utilizaban para intentar fugas de película.

Escapar de Colditz

Vestidos de mujer, con bigotes postizos o disfrazados de oficiales nazis, alguno de ellos intentó burlar la seguridad de la fortaleza germana. Otras veces utilizaban la fórmula más convencional: conseguían mapas de la prisión y, con mucha constancia y buena voluntad, trazaban túneles para escapar al otro lado del muro.

Túnel abierto en uno de los baños de Colditz
Túnel abierto en uno de los baños de Colditz | Archivo Colditz

Pero todas esas fugas imposibles, planificadas entre alcohol y otras sustancias, solo sucedía cuando los prisioneros conseguían ponerse de acuerdo. A pesar de pertenecer todos al "mismo bando", cada uno pertenecía a un ejército distinto. Había alemanes, polacos, británicos o franceses.

Lo explica Macintyre: "Los primeros cautivos de Colditz eran la flor y nata de las fuerzas armadas de sus respectivas naciones (…). Era una Europa en miniatura y, al igual que Europa, la población de Colditz supuestamente estaba unida; sin embargo, había claras divisiones internas y tensiones raciales". En resumen: en multitud de ocasiones ellos mismos se hacían la vida imposible.

El mito de Colditz

Ésta es, por tanto, la premisa de la que Ben Macintyre parte para desmitificar la leyenda surgida en torno a esta gran fortaleza, cuyos intentos de fuga y presos VIP han inspirado, incluso, series de televisión y hasta un juego de mesa.

Gracias a una minuciosa y sesuda investigación en torno a los años que Colditz pasó siendo prisión del régimen nazi, el columnista de The Times revela una asombrosa historia del indomable espíritu humano, pero también de esnobismo, conflicto de clases, acoso, espionaje, aburrimiento, locura y farsa.