El 2014 marcó un antes y un después en la historia de Uber. Solo en ese año lanzaron la aplicación en 31 países, pasando de ser una empresa con sede en San Francisco (EE.UU.) a estar por medio mundo. Todo esto, claro, gracias a enormes cantidades de dinero provenientes de inversores como Jeff Bezos, el fundador de Amazon, o Goldman Sachs.

Su entrada supuso una crisis regulatoria, por un lado, y social, por otro. En lugar de partir del tradicional proceso de licencias o trabajar para cambiar las leyes y regulaciones sobre los servicios de taxi y similares, Uber apostó por una estrategia de hechos consumados y por ofertar precios bajos para atraer a los tradicionales clientes del taxi.

Según las comunicaciones privadas obtenidas en los Papeles de Uber, una investigación internacional coordinada por el rotativo británico The Guardian y el Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación (ICIJ, por sus siglas en inglés), los propios directivos reconocían que sus técnicas eran “demasiado bravuconas”.

Por ejemplo, en Polonia tuvieron lugar “extensos debates” acerca de cómo hacer frente a la ley polaca, muy desfasada a la hora de de regular un servicio de viajes a demanda, según un antiguo consultor de Uber en el país, consultado por ICIJ. Los documentos filtrados -más de 124.000 examinados por 180 periodistas de 44 medios de comunicación- incluyen correos electrónicos en los que Bartek Kwiatkowski, el citado consultor, pedía consejos para su lanzamiento. El lobista principal de Uber en Europa, Mark MacGann, respondió: “No hay estudios de caso en sí. Básicamente, lanzamos Uber y después viene la mierda legal y regulatoria”.

Esta estrategia derivó en un esquema conocido como “pirámide de mierda”, donde se iban listando los obstáculos a los que se enfrentaban a su llegada. Desde denuncias de los taxistas, investigaciones de los reguladores, los procesos administrativos o la litigación directa.

Uber destinó enormes recursos, más de 90 millones de euros solo en 2016, dedicados exclusivamente a tareas de presión y relacionadas con la relación con las autoridades. Así, cuando lanzaban la aplicación en una ciudad, contrataban a antiguos responsables políticos para que hicieran lobby a sus antiguos compañeros. Cuando se les acusaba de prácticas ilegales, pedían a sus usuarios que los apoyaran y firmaran peticiones para “salvar a Uber”. Y cuando necesitaban un chute académico, pagaban a expertos para que produjeran informes de investigación favorables. Su único mantra: “Es mejor pedir perdón que permiso”.