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¿CÓMO ACCEDEN A LA CULTURA LAS PERSONAS SIN HOGAR?

Azucena duerme en la calle y es la 'bibliotecaria' de los sin hogar

Durante la peor ola de frío del año, las personas sin hogar de Madrid se las arreglan como pueden para sobrevivir. Dormir a temperaturas bajo cero es casi imposible y luego el día se hace eterno. Algunas han encontrado la fórmula para hacer la rutina más llevadera. No es un secreto, es muy sencillo, se trata de leer. Azucena tiene 51 años y lleva casi toda la vida en la calle. Vende libros, pocos, para ganar algo de dinero, pero también los presta a otras personas que, como ella, tienen más complicado el acceso a la cultura.

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“Oye, ¿has visto a Azucena?”

“No, hace un par de días que no la veo.”

“¿Quién?”

“Azucena.”

“Ah, sí, lleva dos noches durmiendo en el albergue.”

Aquí todo el mundo conoce a Azucena. En realidad, todos se conocen. Las personas sin hogar del distrito Centro forman una red social independiente. El transeúnte común pasa sin percibirlos. Son, de alguna forma, invisibles. Pero están.

En Madrid hay más de 3.000 personas que viven, duermen, en la calle. Por el día se confunden con las esquinas, algunos piden dinero, otros charlan entre ellos. Por la noche, sobre todo ahora en invierno, desaparecen entre los cartones, en los soportales, en los cajeros automáticos; cualquier lugar es bueno para resguardarse del frío.

Azucena ha estado un par de noches durmiendo en un albergue, por eso me cuesta encontrarla. No volverá, a menos que las temperaturas bajen otra vez por debajo de cero. No le gustan, a nadie le gustan. “La comida es malísima”, me cuenta, “me sienta fatal”. Tiene 51 años, pero aparenta más. La calle no sienta bien al cuerpo.

A veces se confunde al hablar, sobre todo con las fechas. Su territorio es la plaza de Isabel II. Cuenta que allí, hace años, tuvo un puesto de libros. “Legal”, advierte, “con todos los papeles en regla”. Luego perdió la licencia y ahora vende libros usados como puede.

Lee menos de lo que le gustaría. “No tengo gafas, no veo”, asegura. De todas formas aborrece la novela y parte de la culpa la tienen quienes le obligaron a leerla cuando era pequeña. Le gusta, eso sí, la filosofía, la poesía y la historia, aunque no recuerda bien los nombres de los autores. ”Los libros ayudan a sobrellevar el día”.

En su zona es toda una institución. Esa red social que forman las personas sin hogar ha asignado también un rol a cada uno. Azucena recibe los libros de donaciones, se los dejan y ella los vende por la voluntad. Ese es su ‘negocio’. Lo que le ayuda a vivir en la superficie. Pero Azucena también tiene un papel social. Con los años se ha convertido en la bibliotecaria de las personas sin hogar. “Vienen y me piden libros”, cuenta, “luego me los devuelven y los intento vender de nuevo”.

Su ‘clientela’ es heterogénea. Le presta libros a un estanquero de cerca de Ópera, que a cambio le da algún paquete de tabaco (uno de los pocos vicios que Azucena conserva). Otros, tal como vienen, se van. Como aquel estudiante vasco, de unos 20 años, que estuvo casi un mes en la calle. Después, ya no se supo nada más de él.

El objetivo de todas las personas que viven en la calle es mejorar. Si lo consiguen, siempre por sus propios medios, no suelen mirar atrás, me explica Azucena.

“Los libros ayudan a evadirse de la realidad”

Durante los días que he tardado en elaborar este reportaje (con la ayuda de la ONG Acción Humanitatis) he podido hablar con todo clase de personas sin hogar. Su vínculo en común era tener un libro en las manos.

Emilian estaba en uno de los soportales de la Plaza Mayor. Recostado en el suelo, entre envoltorios de basura. Tenía entre las manos un ejemplar de ‘Caballo de Troya’ de J.J. Benítez. En realidad era una biblia, pero utilizaba la sobrecubierta del best seller para conservarla mejor.

Su historia es algo diferente. Él está en la cárcel, y si se encuentra en la calle es porque está disfrutando de unos días de permiso. “Si en Navalcarnero se enteran de que en realidad duermo en la calle durante los permisos, no me volverán a dejar salir jamás”, comenta.

Es rumano, muy religioso y escribe poesía. De su pasado prefiere no hablar, ¿qué más da por qué acabase en la cárcel? Ahora no se reconoce en aquel hombre. Está enamorado, confiesa, y solo piensa en salir de prisión para recuperar a la mujer de su vida. Tiene los ojos de su madre, asegura, y se enamoró de ella nada más verla.

Los pasajes de la biblia le ha ayudado a cambiar. Eso comenta. La ha leído infinidad de veces y en cada repaso descubre algo nuevo. ¿La inspiración para escribir? Cualquier cosa. Antes leía de todo, ahora solo quiere leer no ficción. “¿Hay algo más real que la biblia?”, me pregunta, y yo no sé qué responder.

A unos metros de la Plaza Mayor trabaja Perfecto. Actor y artista cubano, vino a España con 18 años, no huyó de nada. Ahora tiene más de 40 y ha conseguido dejar el alcohol. Es uno de los personajes de la Patrulla Canina que se hacen fotos con los niños en la puerta del Sol. En concreto es Skye. Aunque él no conoce nada de la serie, le apasiona su trabajo.

Trabaja desde las 7 de la mañana hasta las 9 de la noche. Los días buenos, los menos, saca entre 15 y 20 euros. Los días normales, los más, 3 o 4 euros. Aún así, gracias a eso, puede pagarse una habitación por 240 euros al mes.

Perfecto está leyendo Manipulados, de John Perkins, un libro sobre la crisis económica. Lo encontró tirado en la calle y en el prólogo, cuenta, “dice algo así: pese a cualquier recuperación económica, esta es la antesala de un tsunami mundial”. La lectura le ayuda a pasar el día y también a no darle demasiadas vueltas a la cabeza. Como Emilian también ha encontrado una ayuda en la fe, en este caso en las páginas del Corán.

“Vivir en la calle te enseña a desconfiar”

En la calle Serrano de Madrid, se acumulan las tiendas más lujosas de la capital. Por algo la llaman la milla de oro. Junto a uno de los escaparates de Suárez, un establecimiento de alta joyería, descansa José. Está leyendo Maleficio, una novela de Stephen King.

“Bueno, los he leído mejores, es muy enrevesado, pero me entretiene”, asegura. José lleva tres años viviendo en la calle. Perdió el trabajo y con él las esperanzas. No le quedó otra que echarse a la calle, aunque ni su madre, ni sus hijos, saben que no tiene dónde dormir.

Que haya ido a parar a la calle Serrano no tiene nada que ver con el poder adquisitivo de sus vecinos. Él sí pide dinero, pero cree que sacaría mucho más en un barrio obrero como Aluche o Carabanchel, “la gente, mientras más tiene, más egoísta se vuelve”. Vive con su perro, “lo mejor que le ha pasado”. “Estos días, que hace tanto frío, nos acurrucamos uno contra el otro y la noche se pasa mejor”.

José no se plantea ir a un albergue. Lo primero, tendría que dejar al perro en la calle; después, no se fía de los servicios sociales: “nos dan lo peor, dejan para nosotros lo peor”. Cuando consigue algo de dinero, compra comida para su compañero y algo caliente para él. En alguna librería de saldo puede conseguir alguna novela por un euro, le duran poco, pero como al resto, le ayudan a desconectar.

Le hablo de Azucena y de sus préstamos de libros. También de alguna ONG. No se fía ni de una ni de otra. “Vivir en la calle te enseña a desconfiar”.

Mientras hablamos Azucena sigue en su puesto. Hoy no ha habido mucha suerte. La gente se para, ojea los libros y se van sin comprar. En un rato recogerá sus cosas y preparará su cama, en una de las entradas del Teatro Real. Es martes, así que Karroll, Aaron y el grupo de Acción Humanitatis traerán la cena.

¿Mañana? “Mañana Dios dirá”.

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