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Un manual de todo lo que no debe hacerse según la OMS

No sabemos hablar sobre el suicidio

Se pasa de ocultar la causa de una muerte a exponer escabrosos e innecesarios detalles sobre ella. Entre el sensacionalismo y el silenciamiento debe haber un punto medio.

-Christine

ChristineSundance PressRoom

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Si el sensacionalismo es lo que vende noticias en la televisión, la periodista Christine Chubbuck quiso darle a su editor jefe dos tazas. Presionada para que hiciera sus reportajes más “jugosos”, apartada de los temas humanos y arrojada al espectáculo de la carnaza, se compró una radio para poder escuchar la emisora de la policía.

Eso se cuenta en la película ‘Christine’, estrenada en Sundance —sin pasar por las pantallas españolas— y que nos recuerda al personaje de Jake Gyllenhaal en ‘Nightcrawler’, que hace lo mismo para vender imágenes sangrientas a las cadenas de televisión. La diferencia entre el personaje de Gyllenhall y el que interpreta Rebecca Hall como Christine Chubbuck, es que esta última tenía escrúpulos.

Lo que hizo Chubbuck en el último día de su vida nos recuerda algo que vimos en otra gran película sobre periodismo: ‘Network’. En ella, un periodista de ficción llamado Howard Beale, a punto de ser despedido por la baja audiencia de su informativo nocturno, anuncia que se suicidará en directo. Beale está inspirado en Chubbuck, con otra diferencia palpable: ella lo anunció y lo hizo de inmediato.

Las últimas palabras de Christine, lo que podríamos considerar su nota suicida, fueron: “para continuar con la política del Canal 40 de traerles lo último en sangre y vísceras a todo color, van a ver a continuación el primer intento de suicidio”.

La periodista sacó su revólver y se disparó en la cabeza. Era el 15 de julio de 1974 y si quisiéramos decir que a partir de ese momento el periodismo fue diferente estaríamos mintiendo.

Mucho se habló, quizá se nos fue de las manos, del suicidio de Robin Williams en 2014, pero muy poco del de su compañera de profesión, Margot Kidder, la actriz que interpretó a Lois Lane en ‘Supermán’, en 2018. Kidder murió a los 69 años tras una mezcla de medicamentos y alcohol.

En cambio, del suicidio de la diseñadora de bolsos Kate Spade ese mismo año no pudo remarcarse más y con más frecuencia cómo fue encontrado su cuerpo y de qué manera había decidido quitarse la vida.

La periodista Téa Francesca Price escribió duramente al respecto del tratamiento periodístico de la muerte de Spade, que trajo titulares como “Borracha y deprimida, Kate Spade se ahorca con un pañuelo rojo de su propia marca” (Santa Monica Observer), “Kate Spade se mató después de que su marido le pidiera el divorcio” (Daily Mail), “Kate Spade se inspiró en Robin Williams para matarse” (Inside).

Un manual de todo lo que no debe hacerse según la Organización Mundial de la Salud (OMS). “Los medios de comunicación deben exigir detalles. Son fundamentales para informar”, escribió Price, “pero hay momentos en que los detalles deben controlarse en favor de la decencia. Es incorrecto titular con detalles sobre cómo lo hizo. Es excesivo, frío y desagradable, además de totalmente peligroso”.

Téa advertía, además, que la hija de 13 años de la diseñadora estaría leyendo todos esos artículos. Es más, alguien filtró a la prensa la nota que Kate había dejado escrita para su hija.

El tratamiento responsable de los suicidios es lo que recomienda la OMS en su guía para profesionales de la información editada en 2008. “Las noticias sobre suicidios de personas famosas influyen en el comportamiento de individuos vulnerables porque son venerados por la comunidad”, empieza advirtiendo.

“Glorificar la muerte de una celebridad puede sugerir que la sociedad honra la conducta suicida”, añade, por lo que recomienda no hablar de suicidio como algo “glamoroso” ni describir los métodos “con detalle” y debe comentar el impacto que esta muerte tiene sobre los otros.

Además, advierte de que informar sobre una muerte sin conocer la causa puede ser dañino porque desata la especulación, por lo que recomiendan esperar a dar la noticia hasta que se conozca el motivo.

Pero no siempre es así: los suicidios de Ian Curtis (cantante de Joy Division) en 1980, Kurt Cobain en 1994 o David Foster Wallace en 2008 han sido obviamente glamorizados, por poner tres ejemplos cuyas muertes se han revestido de cierto malditismo heroico. La prensa seria sigue las recomendaciones de la OMS, aunque con menos rigidez que antes.

La prensa sensacionalista, como hemos visto por el caso de Kate Spade, se las salta con alegría. Los medios —de nuevo: los serios— hicieron un ejercicio de responsabilidad ante las muertes, con apenas dos meses de diferencia, de los músicos Chris Cornell de Soundgarden y Chester Pennington de Linkin Park, en el año 2017.

La comunidad del rock estaba en shock, y eso quedó reflejado en las información. En general, no se dieron detalles de las muertes, aunque se sabe que ambas fueron por ahorcamiento. Ese verano se escribió mucho sobre el tema, pero no con amarillismo sino con verdadera preocupación por la salud mental.

La propia directora de USA Today escribía en 2018, tras una muerte cercana, un editorial titulado “Tenemos que hablar más sobre el suicidio”. “No todos los psicólogos están de acuerdo sobre si debemos o no escribir sobre el suicidio”, decía, y confesaba: “no hemos hecho todo lo que esos expertos sugirieron. Sentimos que no era realista evitarlo”.

De los 45.000 casos de suicidio en Estados Unidos en el año 2016, a más de la mitad no se le había diagnosticado una enfermedad mental. Con un buen diagnóstico, se podrían haber evitado muchas de ellas.

Y este es el verdadero problema según los estudios clave en la materia: los medios simplifican la información sobre las causas, atribuyéndolo a un solo factor, pasando por encima de que la enfermedad mental siempre es la causa principal.

Lo que sí que produjo un cambio, a la larga, en ese 1974 en el que Christine Chubbuck acabó con su vida delante de una cámara de televisión, fue la publicación del influyente artículo de David P. Phillips, en la American Sociological Review, al respecto de la influencia de los medios de comunicación ante el suicidio como hecho informativo.

Phillips estudió los periódicos británicos y estadounidenses entre 1947 y 1968, para concluir que cuanto más se publica sobre suicidios, más se incrementan estos. Esto lo demostró recogiendo datos sobre muertes autoinfligidas acotando el área de publicación de las historias de suicidios. Este tipo de muerte se estaba incrementando y Phillips concluyó que la evidencia era “la sugestión”.

A partir de ese momento, el denominado “efecto Werther” empezó a filtrarse en los periódicos que optaron por actuar con responsabilidad. Desde entonces hasta ahora, cuando un obituario no menciona la causa de la muerte, habitualmente el lector piensa que se trata de un suicidio.

Prevenir el suicidio es una de las líneas de trabajo de la OMS, que informa de 800.000 muertes voluntarias al año. Es decir: cada 40 segundos una persona se quita la vida en algún lugar del mundo.

“El sensacionalismo de los medios de difusión en lo concerniente a los suicidios aumenta el riesgo de imitación de actos suicidas”, dice la OMS en el informe que publicó en 2014 sobre prevención. La evidencia sobre la que basan esta afirmación en los sucesos acaecidos en Austria en los años 80.

Cuando se abrió el metro de Viena en 1978, muchos decidieron usarlo como método para acabar con sus vidas, lo cual produjo una intensa cobertura mediática entre 1984 y 1987, que vino acompañada de una alarmante ola de suicidios.

La asociación austriaca para la prevención del suicidio publicó, a mediados de 1987, una guía para periodistas con recomendaciones sobre cómo tratar estas noticias. Para finales de ese año, el número de fallecidos bajo las ruedas de los trenes había caído al 80 por ciento, sin que haya vuelto a subir o se haya detectado un aumento de suicidios con otros métodos.

“Yo creo que nuestro trabajo es informar de lo que pasa, explicar las causas, dar contexto y ayudar en la reflexión y la comprensión del mundo en el que vivimos. Creo que con información se decide y se vive mejor”, opina Laura Pintos, responsable de la edición digital del periódico ABC.

“El tema del suicidio ha sido tabú dentro de las redacciones durante años, pero ahora informamos sobre él si el caso tiene notoriedad, trascendencia e interés periodístico. Sin embargo, es un asunto delicado y sensible, así que en todos ellos lo que evitamos es caer en el amarillismo”, añade.

La OMS recomienda a los países estrategias para que desciendan las cifras de suicidas. Colaborar con los medios es una de ellas. Pero en España, los últimos datos disponibles (2017) son peores que los del año anterior: 3.679 muertes autoinfligidas, que son un 3,1 por ciento más que en 2016.

Se trata de la primera causa de muerte externa en España, pero solo para los hombres. Para las mujeres, la principal causa son las caídas, seguida de los ahogamientos o sofocos, y por último los suicidios. De los casos mencionados, solo 961 eran mujeres.

“Creo que el viejo axioma de no informar para no provocar efecto dominó es erróneo”, opina Rafael J. Álvarez, periodista de El Mundo que el año pasado publicó un reportaje titulado “La muerte silenciada”.

“La clave no está en no informar, sino en no informar mal. Recrearse en el método o especular sobre la causa es informar mal. Creo que, en la medida de lo posible, hay que informar de un suicidio en concreto respetando que las causas pueden ser múltiples y contextualizándolo, o sea, enmarcándolo en la estadística para ilustrar que se trata de un problema de índole social. Algo similar a lo que empezamos a hacer en su día con la violencia de género”, explica. “Cero morbo”, añade.

“Es un mito que el hablar sobre el suicidio con alguien le da la idea o desencadena el acto”, era uno de los mensajes claves en el Día para la Prevención el Suicidio de la OMS en 2017.

Donde hay que incidir, según esta organización, es en que los trastornos mentales, especialmente la depresión y los trastornos por consumo de alcohol, son un importante factor de riesgo de suicidio en Europa y América del Norte.

Estudios como el del British Medical Journey en 2006 que concluía que “los adolescentes góticos son más propensos al suicidio”, no ayuda. No es escuchar a Joy Division lo que hace que una persona se ahorque.

El black metal noruego es una música peligrosa, donde se practican asesinatos, crímenes y rituales satánicos. Cuando Grim (Erik Brødreskift), batería de Immortal, Borknagar y Gorgoroth en los años 90 se suicida, se propaga el rumor de que su muerte por sobredosis de pastillas para dormir está relacionada con uno de los grupos. Pero Grim sufría de depresión, junto a otras enfermedades mentales.

Para evitar el efecto Werther, si es que existe, los gestores de las empresas tras las redes sociales se dedican a borrar contenidos.

En 2014, Instagram bloqueó los hashtags #thynso, #cutting y #proana por promover una relación positiva ante la anorexia y el suicidio. Los usuarios reaccionaron generando hashtags más crípticos, difíciles de detectar, como #sue o #secretsociety123.

“No creo que nadie se quite la vida sin antes haberlo reflexionado profundamente durante un largo periodo”, dejó escrito, en su lúcida nota de despedida Wendy O. Williams, maravillosamente indecente reina del rock con el grupo Plasmatics.

“De todas formas, estoy convencida que el derecho a poder hacerlo es uno de los derechos fundamentales que alguien puede llegar a tener en una sociedad libre”, añadió.

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