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LOS PERSONAJES CON POSIBILIDADES LÉSBICAS PARECÍAN ESTAR OCULTOS BAJO CAPAS DE HETEROSEXUALIDAD

Los personajes de la tele y el cine que nos ayudaron a salir del armario

Si una levanta la voz y hace la pregunta de qué escena de ficción, qué imagen de la tele, qué párrafo de libro te hizo darte cuenta de que no eras la niña heterosexual que la sociedad se esperaba que fueras, escuchará una ristra de descripciones y de cómicas justificaciones infantiles que intentaban evitar la preocupación ante unos deseos considerados extraños.

-Ruka Michi

Ruka MichiAgencias

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Eras una criatura, o quizás no tanto, y tu alma aún era un pedazo de plastilina, un mondongo informe esperando ser modelado. Y de pronto, una imagen en la pantalla que iluminaba el salón, un instante en la oscuridad del cine, cincelaron ese ñordo indeterminado.

Viste a una jovencísima Kate Winslet magreándose en la cama con su mejor-amiga-princesa-de-un-cuento-infinito, dispuesta a matar a ladrillazos a cualquier madre que se opusiese a su amor, o las escenas homoeróticas de 'Maurice', de James Ivory, y aquella sensación vaga que te rondaba tomó una forma clara.

Estabas en el sofalito de casa de tus padres y tu corazón tembló bajo la manta tejida por tu abuela al ver a Jonathan Rhys Meyers y Ewan McGregormagrearse en 'Velvet Goldmine'. Algo hizo CATACROC en tu cabeza, y te fuiste a la cama siendo un ser distinto, sabiendo que los elegidos de tu alma serían -siempre o algunas veces- los de tu mismo sexo.

El cerebro humano es inconmensurable, imprevisible y se entrega a la marranez y/o al romanticismo con la excusa más insospechada, así que la lista de las películas o escenas fundacionales de nuestra incursión en la homosexualidad es infinita, sorprendente, imprevisible.

Si, en medio de un grupo una levanta la voz y hace la pregunta: "¿Qué escena de ficción, qué imagen de la tele, qué párrafo de libro te hizo darte cuenta de que no eras la niña hetero que la sociedad se esperaba que fueras?", escuchará una ristra de descripciones y de cómicas justificaciones infantiles que intentaban evitar la preocupación ante unos deseos considerados extraños.

Sorprendentemente, varios personajes y escenas se repiten como primeros objetos de deseo y romance entre los niños que crecerían para ser convencidísimos gays, lesbianas o bisexuales:

El Power Ranger rojo, el Power Ranger verde, el Power Ranger rosa o el amarillo son, sin duda, los que se alzan con el premio de oro a personaje deseado por la infancia sexualmente diversa...

Si una indaga un poco, se da cuenta de por qué. Lo bueno de estos grupos mixtos de guerreros urbanos es que cualquiera de ellos podía adaptarse a la forma exacta de nuestros deseos. Fijar la atención en un grupo de personas ofrecía un abanico de posibilidades gustatorias más amplio, eso por descontado.

Pero además, múltiples entrevistados han reconocido que el hecho de que el cuerpo y el rostro de estos guerreros estuviesen cubiertos por una armadura que los hacía neutros -aunque, no nos engañemos, al mismo tiempo esas ceñidas licras los sexualizaban- facilitaba el duro trago de reconocer que uno era un infante invertido que iba contra lo marcado por la sociedad.

"¿Y ya tienes novia, guapo?", preguntaba la típica señora tocapelotas que quiere que seas un caballerito heterito de ocho años. Y tú querías decirle: "Sí, señora, es el Power Ranger rojo, que me trae loco", pero, por adaptación a las normas sociales, te ruborizabas y hundías la mirada en tu Game Boy.

La gran abanderada de las lesbianas cuando eran niñas fue, sin duda, Lara Croft. Su potencia y desenvoltura, esa dureza camionera, y sus rotundas formas bien apretadas en ese atuendo de turista bollo en los Picos de Europa la convirtieron en la absoluta favorita. "Había algo muy cómodo en ella -reconoce una afectada por la fiebre Croft- y es que era un personaje de videojuego, no era real".

Eso permitía unos años más de inocencia, un alivio al miedo de ser señalada -oh, dios mío- como la bollo de la clase. Parecía que, al no ser una mujer de verdad, el deseo por ella no terminaba de ser lesbianismo. ¿No era amar a Lara Croft un afecto inocentón, algo así como querer mucho a Minnie Mouse? En nuestro fuero más interno sabíamos que no era el mismo tipo de querer, pero pensarlo así facilitaba la vida.

También hacía todo más fluido la total identificación con el personaje: Si sentías esa extraña borrachera de deseo hacia la Spice Girl deportista, lo que significaba era que QUERÍAS SER Mel C., no que ansiaras, por ejemplo, besarla (aunque esto fuera lo que sucedía en tus sueños más confusos).

Recuerdo a aquellas niñas casi enfermas de identificación, con chándal, ombligo al aire y prietas trenzas de raíz, cruzando el patio con el ceño fruncido y el andar chulesco.

Cuando el deseo precisaba de mayor concreción, la animación japonesa nos abrazó con sus serecillos sexualmente ambiguos y las relaciones equívocas entre personajes del mismo sexo. En Sailor Moon, Urano y Neptuno nos regalaban momentazos de una amistad de todo menos pura, alterando nuestros sentidos, pero al mismo tiempo normalizando de alguna manera nuestros turbios sentires.

Haciendo pellas de gimnasia en los baños del patio de los mayores, escuché a una niña de un curso superior le dijo a su amiga: "Quiero un novio igual que Sailor Urano". Y nadie le chistó.

¿Qué había de extraño en querer a tu lado a un novio con la belleza masculina-frágil-intensa-bollera-maravillosa de aquella muchacha que, cuando no vestía el uniforme de colegiala, a veces nos regalaba momentazos con chaquetas noventeras de hombre? ¿Qué había de malo en querer besarla?

Ante una muestra de tamaño atractivo, todas las chicas del colegio no podían más que asentir con la cabeza y alzar los pulgares en un okey colectivo en el patio del colegio. No había por qué preocuparse. No eras rara. No eras diferente. Todo estaba bien por ahora.

Lo mismo sucedía con los chicos: el anime regalaba homoerotismo a puñados. Eran los años en los que los padres no vigilaban la televisón que veían sus hijos y los dibujos animados se veían como algo seguro, casi educativo, que mantenía a la prole en calma y llenaba sus cerebros de mensajes inofensivos. Nada más lejos de la realidad.

Por si tuviésemos los cerebros poco alterados con el anime homoerótico, Ranma llegó para terminar de trastornarlos. Ranma ofrecía, en realidad, todo lo que una niña bollo o un niño marica podía llegar a desear: era chico hasta que se mojaba con agua fría, y entonces se convertía en chica.

Si nos sentíamos, chicos y chicas, brutal y salvajemente atraídos por él, siempre podíamos escudarnos en que "en realidad es un chico" o "en realidad es una chica".

Este jueguecito trans nos volvió absolutamente majaras, lo que queda demostrado en las delirantes preguntas que pueblan actualmente los foros sobre el tema. Pobres adultos heteros aún enloquecidos por la transexualidad intermitente de Ranma regalan magníficos comentarios en los que intentan de todas las maneras posibles justificar su atracción por Ranma:

"JAMÁS dije que a Ranma le gustaran los hombres y que por eso es gay. Yo dije que es gay porque es lesbiana cuando se transforma en chica. ¿Cómo creen que yo diría eso? Yo defiendo con garras y dientes la masculinidad de Ranma, jamás les faltaría así al respeto (a él y a Akane) diciendo que a Ranma le gustan los hombres. Si yo lo admiro mucho, lo quiero como a una hermana (de hecho, más que a mi hermana) así que no digan eso".

Esta curiosa muestra deja claro que nadie permaneció inmune al terremoto sexual de Ranma (o que a Ranma aún le quedan niños grandes por sacar del armario).

Y así, escudado el deseo con mallas de licra, máscaras e irrealidad de animación, pasamos la infancia, y llegaron las películas de personas que tocaban de lleno o rozaban la homosexualidad. Estos personajes de carne y hueso hicieron de nuestro deseo algo matérico, real, inexcusable.

Jennifer Aniston y Winona Ryder
Jennifer Aniston y Winona Ryder | Agencias

Los melodramas del sida marcaron un duro comienzo del cine homosexual. Era jodido que lo gay entrase así en nuestras vidas en unos años en los que el VIH era un terror inconcreto, un monstruo desconocido.

También películas como 'Mi hermosa lavandería', de Stephen Frears o 'Mi Idaho privado', de Gus Van Sant, nos mostraron una cara amarga de la homosexualidad masculina, casi ofreciéndonos el muro de dolor antes que el estallido de vida y disfrute.

En esos años, algunos recuerdan 'Maurice', de James Ivory, como única muestra de película que daba ganas de ser marica, de salir del armario para entregarse alegremente a los brazos del amor y el sexo.

Los personajes lésbicos, como la propia visibilidad del lesbianismo, siempre se mantenían un poco a la zaga. 'Tomates verdes fritos', sin terminar de tomar, en nuestro cerebro de preadolescentes pánfilas, la forma de un drama lésbico, nos alteraba un poco las hormonas y nos despertaba, sin saber por qué, unas ganas salvajes de tener un peto vaquero e ir al río por la noche.

Tardaríamos años -yo, en concreto, hasta el otro día, cegarruta de mí- en darnos cuenta de que las protagonistas eran pareja, pero que la adaptación cinematográfica del libro se ocupó de cercenar cualquier muestra explícita de ese amor.

Los personajes con posibilidades lésbicas parecían estar ocultos bajo capas y capas de heterosexualidad. Las chicas nos enamorábamos de la androginia de Winona Ryder y cosas así, pero tardamos en tener un modelo claro, un beso en la boca en pantalla grande en cines comerciales o en series.

Cuando la Winona apareció en 'Friends' como antigua amiga de Rachel enamorada de ella desde una fiesta universitaria, el beso -desgraciado, desapasionado, de cartón piedra- que se dieron dejó un poso de tristeza. La lesbiana como incomprendida, como motivo de risa, siendo dejada a dos velas en una parada de taxis, tras pronunciar la frase:

"Aún recuerdo nuestros cocos chocando...".

Más adelante, fueron floreciendo como berros al borde de la carretera los personajes gays y lésbicos. Cada serie tenía el suyo, casi cubriendo un cupo de buenrollismo moral. Pero a casi nadie nos hacían falta, porque ya habíamos palpado la homosexualidad en carne y pelo.

Recuerdo a la perfección una amiga dieciochoañera, declaradamente lesbiana, espetándole a otra, que aún se escudaba en vergüenzas e indiferencia hacia el sexo para negar su evidente bollerismo: "Están saliendo los últimos trenes para ser lesbiana".

Lo decía casi sacudiéndola por los hombros, espabilándola, señalándole la tele. En la pantalla, las T.A.T.U. se besaban bajo la lluvia.

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