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ALUCINO ESCUCHANDO EL SERMÓN DEL CURA

He vuelto a ir a misa (y ya recuerdo por qué había dejado de ir)

Me bautizaron, tomé la Comunión e hice la Confirmación. Sin embargo, tras alejarme del camino del Señor, volver a casa de mis padres ha hecho que retome este ritual dominical (con tal de contentar a mi señora madre).

-Sacerdotes durante una misa

Sacerdotes durante una misaAgencia EFE

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Acudí desde pequeña a un colegio de monjas, lucí colgada al cuello una medalla de la Virgen Milagrosa hasta bien entrada la pubertad, asistí a un instituto privado religioso y me alojé en un colegio mayor regentado por monjas durante los tres primeros años de carrera. Ah, se me olvidaba. También fui y soy cofrade de la Semana Santa de mi ciudad, aunque hace años que no cumplo con mis deberes de nazarena.

Si bien es cierto que mi madre sigue pagando mi cuota de cofrade (junto a la del resto de mi familia) no vaya a ser que mi alma sea la única que se queme en el infierno. Vaya, que no hay que ser ninguna lumbrera para darse cuenta de que la religión ha estado muy presente en mi vida. Mejor dicho, estuvo.

No sé por qué, pero cuando me trasladé a Madrid dejé de acudir a misa y renegué de las medallas, estampas y demás ‘merchandising’ religioso que pululaban por mis pertenencias. También pasé de pasear con mi túnica y mi capirote detrás de las imágenes de Vírgenes y Cristos en Semana Santa para pasar a verlos desde la acera en mi camino hacia algún bar.

Y os juro que hasta hace poco no me acordaba de qué fue aquello que me hizo ser de esas personas que solo pisan una Iglesia cuando hay una boda por delante (y no es la suya, claro está).

Sin embargo, he regresado de forma temporal (gracias a Dios) a casa de mis padres y acompañar a mi madre a misa es una de esas cosas que la llenan de orgullo y satisfacción. No la culpo. Desde hace años, mi padre ha cambiado sermón religioso por fútbol y siesta. Tampoco le culpo. Y lo peor es que, ahora que he vuelto al redil, he recordado de forma cristalina por qué me alejé de él.

Es un lluvioso domingo del mes de marzo. Dan las 12, las campanas replican y el cura hace acto de presencia en el altar. Yo estoy con mi madre sentada en un banco colocado justo en mitad de la Iglesia. Familias con hijos y señoras mayores son el público mayoritario del sermón de hoy.

Estas se han puesto sus mejores galas (tirando de cardados y perlas), a los niños y niñas les han echado el bote entero de colonia en el pelo (qué rayas tan bien logradas) y los padres y madres lucen prendas que compraron en rebajas pero que parecen de nueva temporada. Y qué decir de los carritos de los bebés. Decorados con más puntillas que los huevos fritos de un restaurante de cinco estrellas dan ganas de exponerlos en un museo, pero de los horrores.

“Pues empiezo con buen pie. Criticando mentalmente a la audiencia de hoy”, me digo mentalmente mientras pienso que Dios está en todas partes y seguramente haya ‘oído’ mi irónica crítica fashion.

Creo que soy la única treintañera que ha puesto un pie esta mañana en esta Catedral. Normal, las demás estarán intentando olvidar la resaca del día anterior. Despejo mi mente y me dispongo a escuchar con atención la que será mi primera homilía después de más de una década sin prestar atención a las palabras de un cura.

He de decir que me cuesta concentrarme en las Lecturas, porque hay un bebé monísimo que no para de sonreírme. ¡Maldita sea! Ay, perdón, que en la casa del señor no se blasfema.

El cura se coloca en el púlpito y comienza a analizar los textos anteriormente citados, no sin antes agradecer nuestra presencia: “Cada vez somos menos, pero aún resistimos ante los ataques de esta sociedad sin escrúpulos, ni valores, ni respeto, ni interés por el prójimo”. Y a eso lo llamo yo empezar de buen rollito.

No me preguntéis por qué, pero esa introducción me sentó como una patada en el mismísimo. Me doy por aludida, por supuesto. ¿Acaso de mi decisión de no haber puesto en pie en la casa del Señor durante más de diez años se deduce que no tengo escrúpulos, ni valores, ni respeto ni me preocupo por los demás?

Me muerdo la lengua y decido darle una segunda oportunidad. “Lo mismo no ha dormido bien” pienso. Sin embargo, el festival del ‘sois todos unos pecadores, pero los que estamos aquí un poco menos’, no ha hecho más que empezar. No sé cómo, pero en 20 minutos de sermón, el cura se las arregla para tocar los temas más controvertidos para la religión: la homosexualidad, el divorcio y, oh sorpresa, el feminismo.

Del primer tema asegura que “la biología no engaña (como el algodón, apostillo yo) y el Señor quiere que nos amemos los unos a los otros, pero hay que recordar que la procreación es la máxima del verdadero amor”. Telita con la afirmación.

Ya se me había olvidado que el sexo en la religión cristiana solo se concibe con el fin de la reproducción, con tu pareja y después de haber pasado por el altar. Qué curioso porque juraría haber visto a más de una novia el día de su boda con más barriga que Alfred Hitchcock de perfil. Y no era de la paella de los domingos, os lo puedo asegurar. O sea que sexo homosexual no, pero sexo sin protección y saltándose a la torera lo de llegar virgen al matrimonio sí. Ah, ok.

En cuanto al divorcio y al feminismo, aquí mi amigo el cura se llena de gloria al mezclar el uno con el otro. “Las relaciones de pareja son complicadas, pero no hay que tirar la toalla a la primera de cambio por tonterías y echar mano del divorcio. La mujer y el hombre deben ser iguales en el amor. Ni feminismo, ni machismo”.

A punto de sufrir un infarto, me maravillo ante la frase “echar mano del divorcio”. Primero, aunque nunca me he divorciado, imagino que no debe ser nada fácil llegar a esa conclusión y, segundo, ¿qué sabrá este señor de relaciones de pareja estables?

Ay, que acabo de sufrir una revelación. Eso era, por eso dejé de venir a misa. Porque no soporto que alguien que vive en una burbuja de (supuesto) celibato al margen de los problemas reales de la sociedad me dé lecciones. Y además hombre, el acabose.

Sé que si mi madre leyese este artículo probablemente le dolería en el alma. Normal. Me crió en la fe cristiana con la mejor de las intenciones. Y reconozco que estoy de acuerdo con muchas cosas como lo de que hay que respetar al prójimo, que hay que ayudar a los demás…

Pero son valores que perfectamente pueden ser inculcados a través de la educación y de la convivencia sin ser exclusivos de la religión. Y quizá eso es lo que más me molesta. Que la religión cristiana haya querido apropiarse de conceptos como el amor, la solidaridad o el respeto haciendo creer que si los tienes es solo gracias a ellos. Quizá es que ese punto de ‘si no estás con nosotros, estás contra nosotros’ no acaba de entenderlo. Quizá.

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