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NO PUEDEN DISFRUTAR DE UNA PENSIÓN

El sueño americano se llama Roberta, es mexicana y sigue trabajando con 90 años

Con 90 años, Roberta trabaja en una farmacia de Nueva York. Emigró de niña desde México, y ahora es una ciudadana de Manhattan de pleno derecho. Sin embargo, no tiene posibilidad de pasar sus años de vejez disfrutando del descanso de una pensión.

-Nueva York

Nueva YorkPexels

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La vida de Roberta podría ser incluso envidiable para cualquier estudiante de farmacia español. Imagina terminar la carrera de Farmacia e irte a ejercer a Manhattan. Pero trabajar en la Gran Manzana pierde su emoción cuando ya lo has visto todo y Nueva York no es más que una ciudad tan invisible y rutinaria como tu propio hogar.

Roberta recorre todos los días Manhattan de punta a punta. Vive en una zona de moda, pese a que cuando ella se mudó, en los años 60, era un nido de drogadictos, rateros y bandas. “Yo lo he visto todo en el Lower East Side, ahora esto está precioso, y hay mucha gente joven que no sabe que en el apartamento tan cool en el que viven ha muerto gente y más gente después de las décadas: prostitutas, camellos, navajeros… Pero ahora el barrio está precioso, yo lo prefiero así”.

El Lower East Side se está gentrificado y hipsterizando. Los alquileres hace varias décadas que que se dispararon, y pese a ello el vecindario no siempre inspira confianza. Un apartamento de una sola habitación allí cuesta entre los 2.500 y los 3.000 dólares.

Roberta tiene 90 años y vive de alquiler en una casa de verdad, no en un apartamento de una sola habitación. Tiene un alquiler que respeta su antigüedad, y por tres habitaciones, un salón, cocina individual y dos baños paga 3.200 mensuales, una ganga.

Su sueldo en la farmacia es de 3.800 dólares al mes. Pero es que en Nueva York, aunque todo es más caro, también se cobra más.

Farmacia
Farmacia | Pexels

¿Cómo le salen las cuentas? Roberta alquila las dos habitaciones que le sobran a estudiantes. Lleva haciéndolo más de diez años, pese a que ahora es el propio Ayuntamiento el que está fomentando estas prácticas disfrazando la necesidad económica de los ancianos (y de algunos estudiantes) por un “intercambio de sabiduría”.

Según el Ayuntamiento, es más provechoso compartir piso con una nonagenaria que nos dará una visión de Nueva York desconocida, que hacerlo solo con jóvenes. Lo que no dicen es que esa nonagenaria apenas tendría 600 dólares para pasar el mes si no alquilara su casa a estudiantes. 600 dólares en una ciudad en el que un solo tomate ya cuesta 2 dólares.

Para ir a trabajar, Roberta coge el metro todos los días y dedica 35 minutos hasta llegar a su farmacia de Harlem. “La suerte es que cojo el metro en la misma puerta de mi casa, y me bajo en el trabajo, también en la mismita puerta”, explica Roberta, que reconoce que si eso no fuera así, su vida sería muy difícil de sobrellevar.

Ella es una mujer muy delgada, que camina llamativamente despacio y apenas mueve la cabeza. Cuando conversas con ella no mueve los ojos, ni las manos, tanto es así que llegas a creer no te está escuchando: que no está. Y tal vez no te equivocas, acabo de enterarme de que Roberta está muy sorda, por lo que hay que hablarle alto.

Sin derecho a jubilación

“Mucha gente de mi edad está en la misma situación, son muy mayores pero no tienen derecho a ninguna jubilación. Ahora las cosas han cambiado, pero cuando yo empecé a trabajar en Nueva York no había obligación ninguna de cotizar, y eso fue lo que nos salvó a muchos de pasar hambre, pero ahora de viejitos lo estamos pagando”.

En los años 60 Roberta tuvo que elegir, entre vivir dignamente o cotizar. Su sueldo no daba para todo y optó, como muchos otros, por retrasar el momento de cotizar para cuando le fueran mejor las cosas. Su sueldo lo gastó en pagar el alquiler y comer.

Empezó a cotizar 13 años después de haber emigrado, pero poco después tuvo un grave problema de salud que le tuvo ingresada varios meses y que requirió un lento post-operatorio.

Pese a no estar cotizando a la seguridad social, Roberta sí pagaba un seguro médico privado, como es costumbre en Estados Unidos, pero era el más barato y el que menos supuestos cubría, por lo que tras aquel revés de salud, Roberta salió debiendo al hospital cerca de 80.000 dólares. Por lo que dejó de cotizar, de nuevo, y ya nunca más volvió a hacerlo.

“Hace nueve años (con 80) me vi mejor de dinero, había terminado de pagar varias deudas y pensé en empezar a cotizar, pero ya no tenía sentido, a estas alturas: si cotizo recibiré menos de lo que doy, así que prefiero administrar lo poco que tengo yo misma”, explica Roberta.

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