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SUFRIERON SITUACIONES DE RECHAZO EN TODOS LOS ENTORNOS POSIBLES

Seropositivos supervivientes de los años 80, que llevan el virus en secreto por miedo al rechazo social

Los testimonios coinciden: los tiempos van cambiando, la información popular, los tratamientos y la preparación del personal sanitario han mejorado mucho en torno a este tema durante los últimos treinta años. Pero para los primeros diagnosticados de nuestro país, tener el VIH otorgó siempre la certeza de cargar con una especie de peste moderna, y esa sensación no ha cambiado.

-Prueba del VIH

Prueba del VIHGetty Images

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¿Quién recuerda el caso de Montse Sierra? La niña de cuatro años que, infectada del Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida, se vio asistiendo sola a un vacío colegio malagueño mientras la mayoría de padres de sus compañeros se manifestaban en contra de su escolarización.

Estos adultos en pánico protestaron durante días, abuchearon a la pequeña Monste y retiraron las matrículas de sus hijos en masa. Su tía, responsable de la menor, no dejaba de recibir presiones. Fue un caso tremendamente controvertido y doloroso en 1990 que dejó bien clara la opinión pública sobre el tema.

El intento fue un fracaso y la pequeña acabó recibiendo educación en casa por parte una profesora designada. En 1992 hubo un segundo intento de normalizar su escolarización que de nuevo estuvo plagado de altercados y discriminación a costa de un desconocimiento alarmante.

“Mamá, ¿es verdad que si le doy un beso a Montse me puedo morir?”

Aquel año, la propia Montse Sierra hizo una aparición en una de las series más populares del momento, ‘Farmacia de guardia’, en un emotivo capítulo que trataba de convencer al país de que convivir con una persona portadora era perfectamente posible.

“Mamá, ¿es verdad que si le doy un beso a Montse me puedo morir?”, preguntaba una niña dentro de la farmacia durante el episodio. Las protagonistas, Concha Cuetos y África Gozalbes, catalogaban semejante ocurrencia de tontería y daban ejemplo besando a Montse. Un gesto necesario pero insuficiente para erradicar la brutal oleada de pánico que envolvía el asunto.

Hemos hablado con varios seropositivos que fueron diagnosticados en esta época de terror y desinformación. El dolor que acarrean en su memoria es descorazonador y, tras sufrir sendas muestras de rechazo visceral, hace años que decidieron no volver a confesar el secreto a nadie.

Sus nombres, por supuesto, son mera ficción. El anonimato es imprescindible para que sus vidas transcurran con relativa normalidad. La experiencia les ha dictado que el mundo aún no está preparado para lidiar con el tema y que el curso de los tiempos no puede forzarse.

"Si no les caía bien un compañero, por moda lo tachaban de sidoso"

Gloria tenía un hijo de tres años mientras atendía a las noticias sobre Montse Sierra día tras día, aguantándose mares de lágrimas. La opinión pública catalogó el virus de auténtica peste en nuestro país. Los niños, inconscientes, adoptaron la costumbre de insultar de esta forma.

“Si no les caía bien un compañero, por moda lo tachaban de sidoso. Mi hijo estaba perfectamente sano; pero era tímido y tranquilo, le gustaba estar a lo suyo. Los niños corrieron el rumor en el barrio de que era un sidoso por eso. No sabían muy bien lo que significaba, supongo que era un reflejo de las barbaridades que escuchaban decir a los adultos a su alrededor”.

Gloria recuerda varias expresiones concretas de este rechazo visceral. Si algún niño se sentía apartado, preguntaba a sus amigos cuál era el problema, si pensaban que tenía el SIDA o qué, y trataba de dar pruebas de que no era el caso. El escenario más cruel consistía en correr el rumor de que los niños poco populares tenían el SIDA y por lo tanto nadie podía acercarse a ellos.

Curiosamente, fue el caso de su hijo. “Se decía en el barrio que varios niños eran unos sidosos como equivalente a que eran unos marginados. Mi hijo estaba metido en el saco. El dolor me desgarraba por tantos motivos que no sabía por dónde empezar a gestionarlo. Si hubieran sabido que yo sí era portadora del virus, imagino que se habría quedado sin amigos y habríamos tenido innumerables problemas que me aterraban".

"Yo me moría de rabia y tristeza. ¿Qué padres me habrían confiado la merienda de sus hijos en aquel momento? Tenía pesadillas con que las madres que conocía se enteraban y linchaban a mi familia”. En aquel momento de pánico colectivo, las leyendas corrían como la pólvora. Quienes afirmaban que el contagio podía producirse por mero contacto eran legión.

"Las enfermeras se ponían histéricas cuando veían escrito VIH en un papel"

“Tengo recuerdos horribles del hospital. En aquel momento sólo lo sabían mi familia más próxima y quienes veían mi informe médico. Las enfermeras se ponían histéricas cuando veían escrito VIH en un papel".

"Estando en la farmacia del hospital esperando mi medicación, una de las que atendían en el mostrador entró en pánico y alzó la voz para advertir a nuestro alrededor sobre mi condición, como si les fuera a afectar respirar el mismo aire que yo o algo así, mientras tachaba mi expediente completo con un enorme VIH rojo. Si ni siquiera el personal sanitario era capaz de darme un trato humano, ¿cómo hubieran reaccionado mis vecinos?”, se pregunta Luis, cuyos peores recuerdos vienen del interior del hospital.

“En aquella época hasta el sitio que nos daban en el edificio era marginal. Una vez estuve ingresado por un problema que no tenía nada que ver con el virus, pero me metieron en una habitación aislada. Las enfermeras entraban muertas de miedo, con una protección exagerada".

"Me traían la comida dentro de unas enormes bandejas especiales cubiertas de plástico, era una especie de protocolo propio del espacio exterior que me ponía muy nervioso. Me aseguraban que todo lo que yo tocara había que quemarlo después”. Todo lo que tenía que ver con él estaba señalizado como extremadamente peligroso.

"La idea de que me abrieran el cuerpo manos temblorosas me desquició"

“Aquella vez, en el año 91, tenían que operarme y enviaron a una auxiliar de enfermería a afeitar una zona delicada del cuerpo. La auxiliar estaba tan asustada y su desconocimiento era tan grande que no paraba de temblar y decidió desahogarse conmigo".

"Desde que entró no dejó de quejarse del trabajo que le habían asignado de una forma totalmente desvergonzada y humillante para mí. Yo la dejé hablar, mostrando una comprensión falsa, para enterarme bien de cuál era su opinión sincera y situarme. Me moría de pena y de nervios y tenía que entrar en quirófano justo después. La idea de que me abriera el cuerpo un equipo lleno de manos temblorosas como las suyas me desquició”.

Carmen recuerda así el momento en que recibió la noticia por parte de una doctora dura y distante: “Da mucho miedo, cómo no va a dar, no te puedes creer lo que entra por el cuerpo cuando te enteras. Todo el mundo recuerda el día en que se entera porque te cambia la vida. Si te retiran la medicación estás perdida".

"Todos conocemos casos de amigos que murieron desamparados al no recibir tratamiento, algunos en la cárcel a costa de un abandono imperdonable por parte del Estado. Cuando aquí se empezaron a diagnosticar los primeros casos en los 80, daba la sensación de que la gente pensaba que te lo merecías, que te lo habías buscado, como si fuera una especie de castigo divino".

"Si tenía toda la pinta de habérmelo ganado a pulso"

"El día en que te dan la noticia no se te olvida jamás. Una doctora me lo comunicó a mí con una frialdad y una altivez muy violentas, casi como si fuera un reproche. Ante mi evidente disgusto no mostró ninguna emoción más allá de una expresión incrédula, como sugiriendo que no sabía de qué me extrañaba, si tenía toda la pinta de habérmelo ganado a pulso. Me indignó muchísimo su total falta de empatía y de tacto. Fue una época de extremo sufrimiento, pero tenías que mantenerte fuerte como fuese”.

En 1994, María llevaba varios años en manos de un dentista con el que mantenía una relación de cordialidad y confianza. Tras ser diagnosticada con el virus, decidió comunicárselo sabiendo que con las correctas precauciones, esterilización de los materiales y uso de desechables podía ofrecerle un trato regular.

Esperando comprensión y delicadeza por su parte, lo que recibió fue una gélida invitación a marcharse, a que se buscara otro dentista y no volviera jamás.

“Yo confiaba en él, teníamos una relación larga y positiva, plagada de buen humor. En cuanto lo pronuncié fui una persona completamente distinta a sus ojos. No quiso atenderme, me hizo sentir como una apestada y me echó del tirón. Ni siquiera se mostró abierto a hablar del tema o a encontrar soluciones. Sólo quería que desapareciera cuanto antes”.

"Igual hubiera sido mejor no llegar a contárselo nunca a mis hermanos"

Dar la noticia a las personas del entorno más próximo es un paso que todos han dado a algún nivel. Progenitores, hermanos, parejas, hijos, amigos. Algunas experiencias han dado lugar a una respuesta de apoyo incondicional. Otras muchas han desembocado en una pérdida de la cotidianeidad y la confianza. Las madres, al menos en los casos que hemos estudiado, siempre han respondido de forma amable, práctica y natural.

Los hermanos de Gloria no reaccionaron así: “la confianza se perdió. Sé que ellos piensan que sí, pero nunca volvieron a tratarme igual. Les pongo nerviosos, es muy evidente, y no han llegado a superarlo. Cuando estamos juntos es muy descarado que no pueden pensar en otra cosa, que me tienen miedo, así que prefiero ahorrarles el estrés de estar cerca de mí siempre que puedo".

"Igual hubiera sido mejor no llegar a contárselo nunca. De todas formas lo comprendo, entiendo el miedo que da, cómo no lo voy a entender si lo tengo dentro. Da un miedo que te vuelves loca, pero no puedes dejar que ese miedo te domine porque entonces te come la vida”.

Gloria, como María, puede llegar a comprender la reacción negativa de los demás, aunque le afecte. Afirma que sentir el terror ajeno le resulta doloroso e incómodo porque le recuerda lo complicado de su condición, pero que no permite que desestabilice su rutina.

"Prefiero que nadie lo sepa"

A Luis, que guarda tan feos recuerdos del personal sanitario, sí le perturba: “sentir que la gente me tiene miedo aumenta mi propia ansiedad, por eso prefiero que nadie lo sepa. Ya me cuesta lo mío mantenerme estable como para dejar que otros me contagien su angustia”.

María tenía pareja cuando vivió el triste rechazo por parte del dentista. El verano siguiente estaba de vacaciones en un camping junto a la playa con unos amigos muy cercanos. En un momento de unión de toda la pandilla, su novio decidió compartir con los demás la noticia, precisamente buscando consolarla y que se sintiera aceptada y querida tras la desagradable experiencia de rechazo que había sufrido aquel año.

El resultado no pudo ser más desastroso. En 1994 todavía perduraba el absurdo rumor de que los mosquitos eran capaces de transmitir el VIH y entre los amigos la confesión derivó en un debate plagado de pánico sobre si los abundantes insectos de la zona podían haberles contagiado por estar a su alrededor.

Las vacaciones se chafaron, la confianza se perdió una vez más. María sólo quería volver a casa y no hablar del tema jamás.

El hijo de Gloria tiene 31 años y aún no lo sabe que su madre es seropositiva

En cuanto a la descendencia, tal vez por un instinto de protección, el asunto se pone un poco especial. El hijo de Gloria tiene treinta y un años y todavía no lo sabe: “sé que está bien informado y que no se lo tomaría mal, pero no he sido capaz de decírselo. En parte por no darle el disgusto y en parte porque me siento más segura así. Cuanta menos gente lo sepa, mejor”.

Diego es hoy abuelo de una niña de ocho años y tampoco ha llegado a contárselo nunca a su hija, que actualmente tiene cuarenta y dos: “Soy muy consciente y cuidadoso con las precauciones que debo tomar, pero a mi alrededor he visto que esta confesión siempre altera las cosas. Prefiero disfrutar de una vida con cierto secretismo pero con sensación de normalidad que exponerme a consecuencias que me alteren y me perjudiquen. Es mi decisión”.

Diego fue diagnosticado en 1988 y hoy tiene 70 años

Una de las cuestiones que más preocupa a los entrevistados, dejando aparte el dolor del pasado, es un gran interrogante sobre el futuro. Con el tratamiento y los cuidados oportunos, han conseguido vivir con una muy relativa regularidad durante tres décadas.

Han visto las cosas cambiar considerablemente para mejor y a estas alturas el marco sanitario ofrece a los seropositivos un trato mucho más normalizado, pero queda tanto por hacer que unas de las inquietudes principales de estos supervivientes blindados es si los centros de salud públicos o privados serán capaces de proporcionarles un cuidado responsable y humano durante la ancianidad.

Diego es el mayor de los entrevistados. Fue diagnosticado en 1988 y tiene hoy setenta años. Se ha cuidado con esmero a lo largo de toda su madurez y, ahora que el médico especialista que le ha tratado durante décadas se jubila, ha mantenido con él muchas conversaciones al respecto.

El especialista confirma que sus dudas tienen fundamento y conciernen a multitud de pacientes que temen volver a sufrir situaciones de inhumanidad y humillación en sus momentos más débiles, sin apenas oportunidad de defenderse. Continuar informando y concienciando a todas las escalas posibles sigue siendo primordial para el bienestar de los pacientes.

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