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HOTELES, TRENES O PELUQUERÍAS ANTI-NIÑOS,

Prohibido entrar niños, pero luego querréis que paguen vuestras pensiones

Seguro que alguna vez has escuchado la expresión “Sólo me gustan los niños cuando se puede hablar con ellos de cosas normales, cuando ya tienen 12 años o así”, vamos, cuando ya no son niños.

-Una niña con peluche

Una niña con pelucheGetty Images

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Reconozco que alguna vez he escuchado llorar a un bebé en el transporte público y su alarido me ha hecho sentir incómodo, incluso se me ha enturbiado el carácter y me han dado ganas de reprender a los padres, y al mismísimo niño llorón, que si tiene edad para llorar también la tiene para aguantar una regañina.

También recuerdo esa sensación de que algo importante se me estaba arrebatando cuando un bebé al que no conozco se desgañita a un radio de 20 metros. “¡Merezco una vida agradable y sin sobresaltos!”, esa es la idea de fondo que anidaba en mi estado de ánimo al escuchar los horripilantes gritos de un ser casi-humano a medio hacer, mientras yo trato de echar una cabezadita en el AVE.

Y no sólo me pasaba a mí. Cuando un bebé llora no tardan en emerger miraditas de complicidad, a ver si alguien se da por aludido. Por lo menos, viendo que a otros les molesta igual, tú te sientes más reconfortado.

También reconozco la incomodidad de ver entrar a un niño cuando yo lo estaba pasando bien en compañía adulta: en un restaurante, un espectáculo o cualquier otra situación de placer en recintos cerrados. ¡No hay derecho!

Recuerdo esa sensación de que cada minuto de mi vida merecía ser vivido a MÍ manera porque pago por una experiencia “vital” libre de molestias, especialmente los niños que lloran porque sí, se quejan, ríen demasiado alto y se ponen pesaditos jugando, dando patadas y todo eso.

Un día fui padre

Pero un día mi vida cambió por completo. A mis 29 años fui padre. Así cerré el círculo y descubrí que sólo hay una época en la que el ser humano tiene un llanto inequívocamente intrascendente, egoísta y molesto: la etapa que se inicia con la adolescencia y finaliza con la paternidad.

Cuando dejas de ser niño te conviertes en un talibán del hedonismo y esa etapa no hace sino crecer con la post-adolescencia y juventud. La desintoxicación de aquello llega como una terapia de choque, cuando eres padre vives días sin dormir que se convierten en meses.

Frenas en seco toda tu vida social, dejas de ir cine, de leer, de cenar románticamente a la luz de las velas. Tu casa ya casi no te pertenece, tu ropa generalmente tiene un vómito pegado. Y te acostumbras a levantar un peso sobrehumano como si nada (el maldito carrito de bebé para bajar y subir las estaciones del Metro que no tienen ascensor).

Y todo eso lo haces por amor. El mismo tipo de amor “a llamaradas” que tuviste por tus padres cuando eras pequeño, y que de alguna forma se te quedó dormido cuando cumpliste los 13 años.

Doy por explicado entonces que quién ha sido padre/madre se ha convertido en un héroe/heroína sólo por haber resistido y superado un viaje iniciático brutal que le ha conducido a otro nivel de madurez (y todo por ahorrarse un condón...) ¿Ahora qué?

Hoteles anti-niños

Un día ese héroe reserva una habitación en el Hotel Arcipreste de Hita de Becerril de la Sierra, para ir con su pareja y su hija de 5 años. El recepcionista te ve llegar acompañado de tu familia y te dice: “Perdone, pero en este hotel no se admiten niños”. Un momento: ¿existen hoteles en los que no se admiten niños? Pues sí. ¡Mogollón! Se pretende evitar que los niños interfieran en la paz de los huéspedes.

Le explicas al recepcionista: “¿Pero como puede ser que yo haya conseguido reservar una habitación aquí, si rellené el formulario de Atrápalo con dos adultos y una menor?”. Respuesta del recepcionista: “A veces, Atrápalo no toma en cuenta ese dato para la reserva, pero luego le habrán enviado un email con las reglas del hotel, y ahí se detalla que no admitimos niños: debería haberlo leído y en ese momento cancelar la reserva”. La culpa fue mía, entonces.

Vale. Estamos mi pareja, mi hija y yo en un hotel que no admite niños ¿qué hacemos? Respuesta del recepcionista: “La oferta de Atrápalo ya no está disponible, pero si desea una habitación doble por 150 euros/noche aún me queda una”. Y pregunto: “¿Entonces, en esa habitación sí puede dormir mi hija?”. Respuesta: no, sólo adultos.

Entonces sólo me quedó una duda: ¿qué hago con este ser al que llevo alimentando 5 años? ¿Me voy a la cama de mi maravillosa habitación de hotel y ya veremos si mañana por la mañana mi hija sigue atada a la verja del parking?

Trenes anti-niños

Hace un par de años Renfe inició la venta de los primeros billetes para vagones silenciosos. Lo que hace realmente original a esta tarifa es que da derecho a viajar en un vagón donde no se puede utilizar el móvil y dónde los niños tienen prohibido el acceso.

Cuando Renfe lanzó este servicio varios conocidos de mis redes sociales aplaudieron la medida con comentarios de alivio: ¡Por fin un vagón sólo para adultos! ¡Basta ya de aguantar a los niños ajenos! La lucha en mi muro fue encarnizada, aun la recuerdo con tristeza.

Vamos a quitarnos las máscaras, pero vamos a quitárnoslas de verdad: si yo veo que un peque con síndrome de Down se sienta a mi lado en el tren probablemente lo primero que piense será “Mejor no…”. Porque tengo el prejuicio de que esos niños hablan por los codos y en una clave surrealista que yo no entiendo.

Lo mismo si se sienta un anciano de esos campechanos que parecen muy majos pero a los diez minutos te está practicando un secuestro sensorial, hablándote de cuando trabajó en Telefunken en el año 56. Eso me incomoda. Y lo mismo si se sienta un gordo gigantesco que ocupa tu mitad del reposabrazos y probablemente huela regular. Prefiero que a mi lado se siente alguien delgadito, perfumado y con pose intelectual pero silencioso. Un hípster. O mejor: una hípster.

Pero, sorpresa: vivimos en sociedad, en el planeta tierra. Y si algo no te gusta, pero te toca: te aguantas. Y probablemente descubras que el Down te da mil vueltas en su forma de ver el mundo, que el anciano te está amenizando el viaje con sus historias, y que el gordo… si mira para por ventanilla igual le puedes quitar un trozo de su bocata.

Prohibir ir en ciertos vagones a discapacitados, ancianos y obesos sería una auténtica burrada y atenta contra todo lo que somos como sociedad: tolerante e inclusiva. Y el mero hecho de que exista un vagón donde esté prohibida la entrada a algunos seres humanos, españoles con derechos constitucionales (los niños y sus familias) es un insulto para nuestra sociedad.

Cuando el problema de los niños en los viajes de tren es que, precisamente, no ese no es un espacio que diseñado para hacerles el viaje más fácil.

Cualquier padre sabe que él es el primero en vivir ese viaje como una pesadilla, y que la mitad del viaje consiste en pasear hasta la cafetería, para sentar a su hijo en la barra y volver al asiento, porque se aburren soberanamente. ¿Y si dedicamos el vagón silencioso a hacer un vagón cafetería adaptado para niños, donde puedan sentarse y jugar (pasar el rato)?

Peluquerías anti-niños

Uno cree que lo ha visto todo hasta que su barrio se gentifrica. Yo vivo en plena La Latina, uno de los barrios hípsters de Madrid. Dónde hay calles que eran una auténtica porquería hasta hace un par de años, y que ahora se han convertido en un fluir de negocios vintage, happy friendly y pro-ecológicos. En especial la calle La Ruda y Santa Ana.

Desde que nació mi hija, siempre le hemos cortado el pelo en el Imaginarium de Serrano, y hemos convertido la cita anual de la peluquería en una celebración que nos ocupa toda la tarde (corte de pelo, helado y ver juguetes). Sinceramente, no me gusta nada esa zona de Madrid, y no sé en qué maldita hora nos dio por ir hasta el “quinto pino” para cortarle el pelo a la niña.

Una mañana de sábado planeamos ir a cortarle el pelo a mi hija a una peluquería cercana a nuestra casa que nos habían recomendado. En la Calle Santa Ana. Como mi hija está en esa edad en la que todo lo tiene que dibujar con esmero y no sin 20 rotuladores, mientras desayunamos se dedicó a hacer un dibujo para la peluquera con la intención de regalárselo al terminar. Como quien nos la recomendó nos dijo que la peluquera se llamaba Patricia, el dibujo quedó dedicado “Para Patricia”.

Llegamos a nuestro destino. La peluquería Patricia Castro Reyes. En una mano llevo a mi hija, y en la otra la correa de mi perra. Pregunto a Patricia (la peluquera) si tiene hora para hoy. Me dice que sí. Le digo que es para cortarle el pelo a mi hija, la niña que tengo aquí. La peluquera abre los ojos como si estuviera viendo un extraterrestre y dice: “¡No damos ese servicio!”.

Sé que es una comparación desafortunada, pero ella abrió los ojos como si yo le hubiera pedido sexo en plan zafio: algo fuera de toda realidad. ¡¿Cómo, qué?! ¡¡No, no, no!! Lo que que yo le estaba pidiendo era simplemente que utiliza las tijeras que tiene en la mano, para reducir el cabello de mi hija. Si sabes cortar el pelo a alguien que mida dos metros, podrás con alguien que mida un metro.

Pensé que había algún malentendido en esta conversación, tal vez ella había malinterpretado que le estaba pidiendo cortar el pelo a mi PERRA (mano izquierda) en vez de a mi HIJA (mano derecha). Pero no, la peluquera insistió: “no tenemos servicio para niños”. ¿Servicio para niños? ¿Hacen falta tijeras especiales? “Lo siento, imposible… niños no”, sentenció.

En un barrio en el que puedes comprar helados ecológicos, pan de cereales de agricultura biológica, camisas floreadas de segunda mano, cervezas artesanas… Y todo con musiquita folk, jazz, carteles de madera pintados a mano, NO puedes cortarle el pelo a una niña.

Nos fuimos muy tristes de la peluquería, y yo muy molesto. Porque mi hija tiene oídos y cuando alguien habla delante de ella (en su cara), escucha a la perfección. Con siete años sabe perfectamente cuando alguien dice que ella NO puede entrar tan sólo por ser ella, por tener la edad que tiene.

Da igual si esto ocurre en una peluquería o en un tren, sigue siendo un desprecio, una forma de discriminación, y un prejuicio absurdo contra el que nuestra sociedad pasa de puntillas. Y no nos lo debemos permitir, son sólo niños. El dibujo acabó en la papelera.

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