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¿PUEDE AYUDAR A SUPERAR TRAUMAS ENTREGARSE A LA RELIGIÓN OCASIONALMENTE?

Personas que se abrazaron a la religión tras sufrir un aborto, una muerte familiar o una crisis de identidad

La religión es una herramienta útil para la supervivencia y, en ciertos momentos de crisis, cuando no queda otra cosa a la que agarrarse, hasta el ateo más convencido puede recurrir a los servicios de una fe a medida que se adapte a sus necesidades ocasionales.

-Mujer rezando en una iglesia

Mujer rezando en una iglesiaGetty Images (Archivo)

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Juan tiene hoy sesenta y cinco años y abandonó el catolicismo durante la adolescencia, en plena dictadura franquista, con cierta indignación revolucionaria. Abrazó un ateísmo tajante llegando a ridiculizar su propia credulidad anterior, maldiciendo los dogmas cristianos. Se sintió fuerte y liberado, pero también ligeramente huérfano.

Esa sensación de orfandad se acentuó coincidiendo con tres ocasiones cruciales: una grave enfermedad que le mantuvo meses en la cama a lo largo de 1979, la etapa que precedió y sucedió la muerte de su anciano padre, entre 1994 y 1998, y el fallecimiento de su madre en 2012. Estas coyunturas críticas de contacto directo con el dolor y la desaparición dieron lugar a una grave crisis existencial que desembocó en depresión.

Encontró consuelo en la Biblia

En aquellos momentos de flaqueza, de manera automática se entregó de nuevo a la fe cristiana, encontró consuelo en la lectura de la Biblia y las ceremonias litúrgicas y su actitud vital cambió radicalmente hacia la sobriedad y el misticismo. A estas alturas, su postura se ha vuelto tan ambigua como consciente: “Sentí que durante la juventud me había creído muy listo al pensar que no necesitaba nada de la religión. Luego hubo momentos duros que no sé cómo hubiera superado sin tirar de Dios. En teoría yo no creo en nada, pero a la hora de la verdad no es tan fácil.”

El testimonio de Irene es estremecedor. A los veinticinco años se había quedado embarazada, estaba enferma y sin medios económicos y decidió abortar. La experiencia resultó desagradable y traumática y, pasados los meses, seguía incapaz de reponerse: “La culpa me corroía, era insoportable. No podía pensar en otra cosa, no podía comer ni dormir dándole vueltas a la idea del aborto, sintiéndome mala persona”.

Pese a una férrea convicción feminista y a estar segura de sus argumentos, la ideología no parecía brindarle ningún sosiego por las noches. El enfoque religioso, sin embargo, no dejaba de rondarle la cabeza y se descubrió a sí misma rezando el rosario de madrugada.

Necesitaba ser perdonada a los ojos de Dios

“Hacía años que no me tomaba en serio la Iglesia, pero de niña me habían grabado la doctrina a fuego y de alguna forma necesitaba ser perdonada a los ojos de Dios, como si eso fuese a hacerme sentir mejor. Volví a ir a la parroquia de mi pueblo, a participar en misa, a hacer migas con el cura, que era bastante amable y comprensivo. Me obsesioné y pasé horas en el confesionario hablando sobre el tema hasta que conseguí que me exculpara".

"Se supone que ante el catolicismo lo que hice es imperdonable, pero una tarde el párroco me dijo que sí, que estaba perdonada, que me podía ir en paz. Fue algo que quedó entre él y yo. Y sólo en aquel momento volví a descansar. Su perdón me brindó paz realmente y pude seguir viviendo con normalidad”. Tras aquel episodio, Irene se fue desvinculando de nuevo de la religión y sintió que superaba el trauma.

Es fácil encontrar historias de personas criadas en la religión que, ante las desavenencias de la vida, encuentran fuerza e inspiración en la imaginería que les inculcaron durante la infancia. La madre de Mónica, tras dos décadas renegando de todo teísmo, superó un cáncer de mama hace cinco años. Desde que recibió la funesta noticia hasta hoy ha encomendado su salud tanto a los médicos como a una colección de estampitas de santos que la protegen desde la mesita de noche. Sin atisbos de Dios, sólo santos.

Haber recibido una educación religiosa y haberla abandonado suele resultar fundamental en estos momentos críticos, pero no decisivo. Martín, que tiene hoy treinta y dos años, sintió una angustia genuina al alcanzar la pubertad.

Sin haber sido bautizado, sin haber hecho la Comunión, sin haber recibido cultura religiosa alguna, en este momento de tránsito, de abandono de la niñez, se vio asaltado por un vacío inabarcable: “Alrededor de los doce años empecé a sentir que la vida no tenía sentido, que el mundo era un lugar duro y cruel y que no había salvación posible para tanto sufrimiento. Me consumía la envidia hacia mis vecinos y compañeros de clase, absolutamente todos criados en el catolicismo".

Nunca me había sentido tan aceptado

"Me sentí solo y sin recursos y quise imitarles a mi manera. Me aprendí el Padrenuestro y el Avemaría por mi cuenta y, cuando estaba preocupado, rezaba a escondidas porque mis padres no hubieran estado de acuerdo. Pedía a Jesús y a la Virgen que me ayudaran, hasta les escribía cartas, y empecé a compartir estos sentimientos con mis amigos, que aceptaron el cambio con cariño".

"Nunca me había sentido tan aceptado y eso me brindó un gran consuelo, pero en el fondo sabía que no iba a conseguir creérmelo del todo durante mucho tiempo. Lo intenté un par de años, pero cada vez tenía más dudas y desistí. Mis amigos se mostraron decepcionadas y me sentí todavía más abandonado que antes”, confiesa.

Martín siguió deseando creer en algo y se interesó por diferentes formas de religión, incluyendo algunas corrientes orientales. A raíz del contacto con drogas psicoactivas durante la veintena, esa faceta mística volvió a desarrollarse con fuerza, y su agnosticismo evolucionó hacia la creencia en cierto orden cósmico que acabó por desinflarse también. A día de hoy sigue buscando una religión a medida que alumbre sus momentos oscuros, pero cada vez tiene menos esperanza.

“Entiendo perfectamente que alguien en una situación crítica, o cualquiera que tenga contacto con su propia muerte o la de sus seres queridos, recurra a la religión,” reflexiona Martín, “el ateísmo puede resultar muy deprimente”.

***

Mientras termino este reportaje, para mí, como para tantos otros niños, dejar de creer en los Reyes Magos supuso un trago amargo. Mi solución infantil fue entregarme transitoriamente al poder de Jesucristo, porque si su historia era cierta, la de los Reyes Magos también.

El encantamiento duró poco y lo recuerdo como una etapa de profundo autoengaño, pero mi convicción fue tan sólida que todavía hoy me sorprende la forma en que fui capaz de forjar una fe cálida y más o menos coherente que solucionara aquel momento de desilusión vital.

Siempre deseé ser convencida por alguna doctrina y presté especial atención a lo que los filósofos tenían que aportar para aliviar el escozor del ser humano desde el punto de vista de la ética, sufriendo una decepción racionalista tras otra.

Quién sabe si, bajo la circunstancia oportuna, se me volverá a ver dialogando con algún ente superior, las manitas apretadas a la altura del pecho, suplicando asistencia divina para seguir viviendo.

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