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Nacer mujer fue la única condición para privar a una persona de la enseñanza más básica

Cuatro mujeres a las que se les prohibió leer

Nacer mujer fue la única condición para privar a una persona de la enseñanza más básica: saber leer. Entrevistamos a cuatro mujeres octogenarias que han permanecido toda su vida sin saber siquiera cómo se llaman las vocales. Pero ha llegado el momento de liberarse.

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Cuando descubrimos la historia de Manuel, un hombre de 45 años que estaba aprendiendo a leer, nos encontramos con otros de esos testimonios demoledores, los de Leonor, María, Concha y Pura, que se conocieron hace poco, en el colegio, ahora que pasan de los 75 años y alguna sobrepasa los 80.

A estas cuatro mujeres se les prohibió leer, pese a que en su infancia ellas mismas se empeñaron en buscar a quién les enseñara. Pero la vida no se lo puso fácil, ellas tenían un destino: cuidar de los hijos de los demás mientras no los tuvieran propios, luego se casaron y tuvieron que criar a una familia entera.

Sus maridos han fallecido y ellas se emocionan al recordarles, pero ellos fueron la pieza angular de mantenerles ignorantes de todo.

Concha reconoce que él era celoso y que prefirió que ella permaneciera indefensa ante el mundo, que fue su marido quien le negó aprender a leer cuando fue joven. De la misma manera que el esposo de Pura le negó la educación cuando ella se lo pidió, y hasta sus propias hijas se pusieron en su contra. “¿Acaso te vas a sacar una carrera?”

Cuando no sabes leer, no sabes donde estás, las calles no tienen nombres, los menús de los restaurantes no tienen sentido, los periódicos están vacíos, no puedes escribir cartas, no sabes lo que firmas… Pura le pedía a su marido que le leyera un libro que fue de sus padres, y ahora sueña con ser ella la que pueda leerlo algún día.

La maldición de ser Presidenta de la comunidad de vecinos

De joven, Leonor fue sirvienta de una profesora que le prometió enseñarle a leer en los ratos libres, cuando el hijo de esta quedaba dormido.

Pero pronto Leonor se dio cuenta de que enseñarle a leer era un paripé, la profesora le pasaba la lección a gran velocidad, leyendo ella misma y dando la enseñanza por dada, para que Leonor se incorporara cuando antes a sus tareas, entre ellas: vigilar que el hijo de la profesora no se despertara. Leonor aun se acuerda de aquella profesora, y lamenta que no le echara un cable y le enseñara a leer, pues se habría ahorrado cinco décadas de limbo.

Cuando a Pura le tocó ser presidenta de su comunidad de vecinos se le vino el mundo encima. Su marido había fallecido, él era quien se ocupaba de esas cosas, y ahora ella debía realizar trámites, firmar documentos, rellenar actas: sin saber leer. Lloró mucho, fue un momento muy difícil de su vida, pasados los 75 años. Pero las amigas le ayudaron, y en la escuela también.

Estas mujeres, luchadoras octogenarias, asisten casi todos los días a las clases de leer y escribir de su profesora, Victoria Sánchez, en el CEPA Dulce Chacón, del distrito madrileño de Hortaleza. Leonor lamenta que no vengan más personas: “la gente no se entera de lo que hay aquí, y todo es gratis”, dice Leonor.

Al final, ellas se sienten tan deseosas de aprender como de compartir tiempo y experiencias con su grupo, son un club de resistencia. La escuela para ellas también cumple la función de aliciente de vida, es un punto de encuentro donde encontrarse y generar lazos cómplices.

El club de las mujeres que no se negaron a aprender a leer, y que ya, en la recta final de sus vidas, van a salirse con la suya y saldar esa cuenta.

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