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Autobiografía de mi primera comunión

Mayo es el mes de las comuniones: el mejor día en la vida de un niño puede convertirse en un infierno

Recuerdo perfectamente el día de mi Primera Comunión y la yincana de actividades que hicieron de ese día uno de los más extraños, inquietantes y surrealistas de mi vida. Imposible olvidar el día de la foto oficial, un horror expuesto en el centro de Albacete durante por lo menos un mes. ¿Suena todo bien verdad? Pues esto es sólo el principio.

-Imagen de archivo de una niña con un vestido de comunión

Imagen de archivo de una niña con un vestido de comuniónAgencias

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Y quiero empezar precisamente por aquí. Por esa ciudad, por esa calle y por esa imagen. Vivo en Madrid desde hace años pero soy de Albacete. Todo lo que pueda llegar a acumular en las siguientes líneas no son sino un cúmulo de clichés sobre la 'felicidad y la infancia'. Pero sí, fui un niño feliz. Pese a mis gafas a lo Buddy Holly con lentes Zeiss de la NASA y pese a mi temprana obsesión con la muerte, fui feliz.

Pero siempre hay recuerdos negativos que enturbian los positivos. Indelebles e indestructibles recuerdos que forman inmortales imágenes, sonidos, sentimientos, y a veces traumas, que te acompañan durante el resto de tu vida.

Uno de ellos fue gestándose cada vez que pasaba por 'Fotografías Reales', un estudio de foto afortunadamente extinto situado en el centro de la ciudad y regentado por unos propietarios que mostraban en el gran escaparate principal, imagino que henchidos de orgullo e ingenuidad, y para la delicia de los miles de transeúntes, las fotos de sus víctimas/clientes. Gigantescas imágenes rodeadas por marcos dorados pseudo-rococó que acababan presidiendo el salón de tu casa en un acto de exhibicionismo sin precedentes. Lo único bueno es que no existía internet y por lo tanto redes sociales.

Esas imágenes no eran otra cosa que 'niños en poses', a cada cuál más ridícula, absurda y hortera. 'Poses de comunión' que provocaban un nivel de vergüenza ajena difícil de superar. Todos sabéis perfectamente de lo que estoy hablando. Las palmas de las manos juntas, la mirada perdida en el vacío y 'el disfraz de marinero'. Yo me libré del traje de marinero pero tengo un amigo que incluso lo quemó.

De lo que no me libré, ni yo ni nadie, fue de las 'clases de catequismo, catequesis' o como quiera que se les llame. Eran algo así como unas clases pre-parto, sin ellas no estabas preparado para el Sacramento de la Eucaristía, como ellos lo llamaban, 'ellos' me refiero a los curas y monjas que nos daban clase. Qué antiguo suena todo.

Pero asistir a estas clases no era suficiente, si querías recibir el 'Cuerpo de Cristo', nadie nos preguntó si queríamos o no, teníamos que confesarle nuestros pecados a un sacerdote. Nada mejor para la salud mental de un niño de 9 años que inducirle la idea de que es un pecador y que si no toma la Primera Comunión irá al 'Infierno'. Y claro, si no hay confesión no hay Comunión y por lo tanto hay Infierno, ese era nuestro axioma.

Arrodillarse en un confesionario y susurrarle a un señor mayor, a veces demasiado mayor, los pecados de un niño de 9 años tiene mucho de comedia. Yo, de esto me acuerdo perfectamente, le enumeré una serie de 'tacos e insultos' que le había proferido a varios de mi clase, alguna gamberrada minúscula y algún que otro hurto de tipo escolar. No sé qué esperaban de un niño de esa edad, como era de esperar, el sacerdote me absolvió de mis pecados.

Ya estaba todo listo para la ceremonia. Varios niños y niñas permanecíamos cabizbajos ante el cruel e imparable ejército de flashes provenientes de las cámaras analógicas de nuestros padres y fotógrafos. Nos hacían gestos para que sonriéramos.

La presión del momento nos superaba y obedecíamos cuanto nos decían. Pero detrás de cada forzada sonrisa se escondía un niño que sólo quería coger sus regalos e irse a casa a jugar. Al fin llegó la hora de los regalos. Y aquí se produjo ese mágico momento vital en el que Lo Mejor y Lo Peor, el Hype y el Bluff, se fusionan, en este caso, en un objeto.

El único regalo que recuerdo y conservo es un 'ajedrez magnético'. Dentro, en un fondo de esponja morroñosa, se almacenaban las piezas. Era muy cutre, al desplegarlo ni siquiera se quedaba totalmente recto, pero como las piezas se imantaban al tablero, se podía jugar.

Gracias a ese regalo low cost que en ese instante no valoré, me volví adicto al ajedrez y disfruté de alguno de los momentos más felices de mi infancia. Moraleja: cada vez son menos los niños que toman al comunión, pero si te invitan a una, y a pesar del supuesto 'Happy End' de mi artículo, no se te ocurra regalarle un ajedrez magnético a nadie, o sí, no sé, en la vida hay que arriesgarse.

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