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¿Cómo es dedicar tu vida a cuidar de alguien que no podría sobrevivir sin ti?

Hablamos con tres mujeres y un hombre con personas dependientes a su cargo

Cuando comencé la búsqueda de personas que tuviesen a alguien dependiente a su cargo, me encontré con otra realidad aplastante: la mayor parte de estas personas cuidadoras eran mujeres. Los casos en los que el que cuidaba de una persona dependiente era un hombre eran escasos.

-Alejandra, su abuela y su novia Coco, que conviven juntas desde hace casi un año

Alejandra, su abuela y su novia Coco, que conviven juntas desde hace casi un añoRemitido

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Un día, mi abuela me señaló -yo tenía 15 años y estaba tumbada en el sofá- y le preguntó a mi abuelo: "José, esa mujer de ahí, ¿quién es?". Recuerdo ese momento como una caída libre hacia la desaparición de mi abuela. Existía su cuerpo, seguía resultando cálida y tierna, porque la queríamos, pero su alma fue desapareciendo gradualmente.

Mi abuelo se jubiló anticipadamente para cuidarla. Aun teniendo las condiciones económicas para contratar a una persona que le ayudara, aun teniendo una casa cómoda y amplia en la que instalar todo tipo de aparatajes para conseguir prolongar y hacer más llevadera la vida de su esposa, los más de quince años de cuidados fueron tremendamente duros.

Cuando empezaron a salir a la palestra las leyes de dependencia y se empezó a hablar de forma pública de cuidados, la figura de la persona cuidadora, con sus precarias circunstancias psicológicas, y en algunos casos también económicas, tomamos consciencia de que un porcentaje de la población española realizaba diariamente estas labores y vivía su vida dedicada al cuidado de otros, un cuidado que en muchas ocasiones exigía un nivel de compromiso ineludible, casi enloquecedor a veces.

Cuando comencé la búsqueda de personas que tuviesen a alguien dependiente a su cargo, me encontré con otra realidad aplastante: la mayor parte de estas personas cuidadoras eran mujeres. Los casos en los que el que cuidaba de una persona dependiente era un hombre eran escaso.

En algunas de las conversaciones que mantuve con ellos, percibí además un detalle que se repetía: entre las mujeres cuidadoras de personas dependientes, la situación, aunque no deseable, se vivía de una forma más natural.

En el caso de los hombres cuidadores, la sensación de desgracia pesaba más, el sentirse fuera de lugar en esa situación se percibía de forma más acusada. No en vano, a lo largo de los siglos, han sido las mujeres las que se han ocupado de los cuidados en general, y de los cuidados de las personas dependientes en particular.

Podría decirse que se les presupone una predisposición hacia este tipo de cuidados, y que la visión de una mujer de mediana edad empujando la silla de ruedas de un anciano o bañando a una persona con movilidad reducida es, en el imaginario social, mucho más natural que las mismas escenas con un hombre en el papel de cuidador.

Anna tiene 64 años y se dedica al mundo editorial. JJ, su marido, tiene 73 años y un grado de dependencia reconocido del 83% a causa de un ictus doble que le limita la movilidad y el habla. Tras el ataque, después de pasar un mes hospitalizado, Anna tomó la decisión de volver a casa con él, de ocuparse ella misma de sus cuidados. "La verdad es que no lo pensé ni lo valoré mucho, yo estaba también bastante descentrada y tampoco sabía exactamente como sería el día a día", explica.

Las residencias, a pesar de ser una posibilidad en el caso de Anna y JJ, en general son muy caras y poco vitales para gente como él. "Lo malo es que es una decisión en la que, decida lo que decida, o pierde él o pierdo yo. Intento buscar un equilibrio", dice.

Por suerte, Anna tiene un trabajo que le permite compatibilizar sus labores diarias con los cuidados de JJ. Aun así, el cansancio es inmenso. "Lo peor es la monotonía, la soledad y esa dependencia constante, porque siempre puede pasar (y pasa) algo. Hay que ir al médico, cuadrar cuidadoras, rellenar papeles...", reconoce.

Rellenar papeles: la espiral de burocracia que a la que hay que lanzarse en los casos de dependencia es realmente aterradora, y nunca se sabe si merecerá la pena. En el caso de JJ, después de hacer muchísimos papeles, visitas y pruebas, la Generalitat determinó que necesita ayuda personal siete horas diarias, razón por la cual le otorgaban una ayuda de 311 euros mensuales.

"Y eso es poco más de la mitad de lo que pagamos a la cuidadora", se lamenta Anna. Aparte, JJ recibe una pensión de 367 euros mensuales. "Además, yo he tenido que renunciar a algunos trabajos. Afortunadamente, teníamos un poco de dinero ahorrado que todavía durará tres o cuatro años más. Después tendrán que colaborar sus hijos, o no sé", confiesa Anna. Esta es una constante en las vidas de las personas cuidadoras entrevistadas: la carga psicológica y la económica se encuentran siempre en un equilibrio precario. En estos momentos, Anna se siente agotada a todos los niveles.

"A nivel físico, realmente no puedo: JJ pesa el doble que yo. Y después de seis años de cuidarle y de una incomunicación casi absoluta (casi no habla y no sé lo que entiende), debo reconocer que ya no le cuido por amor, sino por deber y compasión", confiesa.

Con respecto a la burocracia, Anna muestra la misma desesperanza que todos los entrevistados. "Prevalece la desinformación. Por poner un ejemplo, para conseguir la ayuda de 311 euros, de Roses me mandaron a las oficinas de Figueres, de Figueres a Girona y allí me dijeron que eso lo tenía que validar los servicios sociales del propio ayuntamiento de Roses. A veces pienso que es un sistema disuasorio, tan agotador que te tienta mucho dejarlo, no reclamar...", reconoce.

En el caso de Alejandra, de 32 años, en el año que lleva haciéndose cargo de su abuela, ni siquiera ha tenido tiempo de meterse en el pantano burocrático. Las cosas sucedieron demasiado deprisa y los cambios fueron demasiado grandes como para atender a cuestiones que no fueran la mera supervivencia. Hace once meses, su madre murió. Hasta entonces, su abuela había estado a su cargo. En ese momento, Alejandra decidió que fuera a vivir con ella y con su novia.

"Desde entonces, y creo que por un impulso de supervivencia de su psique, tiene Alzheimer. Su enfermedad no está aún demasiado avanzada pero la convivencia se plantea difícil ya por los síntomas característicos de esa patología", explica.

Aunque aún puede hacer cosas sola y físicamente está muy bien y es casi independiente, el choque de tener 32 años, estar en los primeros años de una vida en pareja, y verse de pronto conviviendo con una octogenaria, puede ser muy duro.

"Ahora mismo un día de mi vida es un día de mi vida al cuidado de mi abuela. Eso significa que, aunque el ritmo del mundo te exige estar al 100% en todos los sentidos, en realidad sólo puedes dar el 100% del 50% que te queda conviviendo con una persona dependiente", dice con firmeza. En este año, Alejandra ha tomado plena consciencia de la situación de desamparo en la que se encuentran los cuidadores, socialmente hablando.

"A nadie le importa que tú, además de hacerte cargo de tu vida, tengas que hacerte cargo de la vida de otra persona. La sociedad te exige, igual que a los demás, estar a pleno rendimiento", sentencia.

No obstante, Alejandra es consciente de que su caso no es ni mucho menos de los peores. "Pero hay veces que también me canso y me saturo, y mi niña interior también quiere que la cuiden de vez en cuando, y no sólo cuidar, pero la vida es así y me ha puesto en esta situación en la que tengo que devolverle a mi abuela todo el amor y los cuidados que me proporcionó ella cuando podía", dice.

También reconoce que todo esto le ha dado que pensar acerca del papel de cuidadora de la mujer. "Te das cuenta de que vives en una sociedad que carga, invisibiliza y no valora la labor de cuidados que lleva ejerciendo la mujer de manera ahistórica", concluye.

En el caso de Ariadna, de 49 años, la obligatoriedad de proporcionar cuidados que se le presupone a la mujer ha jugado un papel crucial. Ariadna lleva 10 años a cargo de su hermana Cristina, de 60, que tiene parálisis cerebral. Viven juntas en el piso familiar, y, aunque reciben diariamente los cuidados de dos especialistas, la responsabilidad familiar recae totalmente en ella, única mujer de cuatro hermanos.

"Mi hermana no habla, no puede moverse, no puede hacer nada por sí misma. Hasta hace diez años, mi padre se ocupaba de ella, pero cuando murió tuve que traerla a vivir conmigo. La gente me dice que la ingrese, pero creo que no podría vivir con ese peso sobre mí", reconoce. Estando ya enfermo, su padre le hizo prometer que, a no ser que no pudiese más, intentase no ingresarla en un centro.

A pesar de que nunca han escuchado una palabra suya y que no saben lo que piensa, Ariadna confiesa que su hermana siempre ha sido una especie de diosa en la familia. "Desde que soy pequeña, recuerdo a mis padres alentándome a quererla, a aprender a entenderla, a mimarla sin límites. Sin duda, ellos sabían que era yo, la única chica, la que iba a quedar a su cargo, y querían hacerme el camino lo más fácil posible", confiesa.

Desde que tiene uso de razón, fue aleccionada para detectar cuándo Cristina estaba enferma, a saber si estaba incómoda, a cambiarle los pañales, a saber cuándo recurrir a las urgencias y cuándo no.

Durante la entrevista, Ariadna muestra una dureza inflexible, una especie de orgullosa resignación ante su situación. Al mismo tiempo, habla claro. "No voy a negar que a veces hay una gran frustración en todo esto. Cuando murió mi padre y empecé a cuidar a mi hermana, vivía con mi pareja. Pasados tres años, él no pudo soportar más la situación y me dijo que eligiera entre mi hermana y él. Me presionaba para que la metiese en una residencia. Entendí sus emociones y su cansancio, pero elegí a mi hermana", me cuenta.

"En verano, mis hermanos se quedan con ella durante dos semanas, pero el resto del año es responsabilidad mía, salvo algún fin de semana suelto que mi cuñada viene a cuidarla. Mis hermanos vienen a visitarla, pero, en general, es como si, también veo que las segundas en el puesto de cuidadoras son las mujeres de mis hermanos, y no mis propios hermanos", observa.

Sin embargo, Ariadna reconoce que nunca se atreve a ir de viaje demasiado lejos. "La última vez que decidí salir de España, estando en Roma con unos amigos, me llamaron para contarme que Cristina estaba en el hospital con una infección de las vías respiratorias. Volví esa misma noche, aunque me dijeron que no me preocupara. Si habían dejado el aire acondicionado tan alto que la habían enfermado, ¿cómo sabía que ahora iban a ser capaces de cuidarla bien?".

Pero, en lo que a cuidados se refiere, hasta la persona más resistente necesita unos cuidados reparadores de vuelta. "Obviamente, esto me ha pasado factura, y sigo tratamiento psiquiátrico desde hace tres años. Algunas veces me invento excusas para no ir a las citas con el psiquiatra, porque, para un par de horas libres que tengo, prefiero pasarlas simplemente paseando, y no hablando precisamente de lo que es la mayor carga de mi vida", confiesa.

Aunque, si pudiese cambiar su situación, Ariadna está segura de que no lo haría. "Es como si durante toda tu vida tus padres te hubiesen dicho que tenías que ser ingeniera, y esa idea hubiese terminado entrando en tu cabeza, y ya no te la pudieses quitar de ahí. Yo, desde que era pequeña, sabía que sería la cuidadora de mi hermana", dice.

Rai, a cargo de su tío Lucio, de 93 años desde hace 5, reconoce que él nunca se vio en el papel de cuidador, y que lo que le llevó a ello fueron, simplemente, una serie de coincidencias y el no quedar más remedio.

"Soy el único soltero de mis hermanos, el único que, en teoría, podía dejar su vida en Madrid y volver al pueblo para hacerme cargo del tío cuando ya no se pudo valer por sí mismo", explica. En el momento en el que su hermana, que era la que se hacía cargo del tío Lucio hasta entonces, se casó y tuvo un hijo, Rai acababa de perder su trabajo y hacía poco menos de un año lo había dejado con su novia.

"En aquel momento me pareció buena idea alejarme de Madrid, volver al pueblo, ver si me ponía a escribir un libro, que era lo que siempre había querido. Obviamente, no me imaginé que esto iba a ser así", confiesa. En los últimos cinco años, el estado del tío Lucio ha ido empeorando. Actualmente lleva un respirador artificial y hay que suministrarle medicación cada dos horas. "Así que no me puedo alejar mucho ni concentrarme durante demasiado tiempo en nada que no sea él", dice.

Con respecto a ser uno de los escasos hombres cuidadores que me he encontrado en la búsqueda de perfiles para este artículo, Rai confiesa que, paulatinamente, al ir viéndose inmerso en ese papel, ha ido dándose cuenta del inmenso esfuerzo que supone ese cuidado invisible, que se da por hecho, y que normalmente se da por supuesto que realizará una mujer.

"En el pueblo la gente se extraña de que no haya sido mi hermana María la que se haya quedado a cargo del tío. Incluso desconfían de que yo pueda cuidarlo correctamente y se lo dicen a mis hermanas", explica.

Rai confiesa que incluso sus propias hermanas han llegado a poner en duda su propio papel de cuidador cuando al tío le ha sucedido algo. "Es realmente desesperante pasar el día con alguien, atenderlo, ponerte mil alarmas para sus pastillas, despertarte si se despierta por la noche, y que luego venga otra persona que no tiene ni idea a explicarte cómo hacerlo mejor", me cuenta con cierta desesperación.

Rai confiesa sentir cierto terror hacia el futuro. "A veces me descubro vaticinando cuándo morirá mi tío y me siento fatal, pero no puedo evitarlo. Al mismo tiempo, temo verme de pronto sin carga ninguna, sin la pensión que nos permite vivir a los dos, sin las obligaciones que le han dado sentido a mi vida estos últimos cinco años, y me cago de miedo", confiesa. Al mismo tiempo, sabe que ya no volverá a ser el mismo.

"Creo que todo el mundo debería pasar una temporada de su vida cuidando a alguien. De pronto te acuerdas de tu madre, de las personas que te cuidaron a ti alguna vez, y las valoras. No sé si hace cinco años habría sido capaz de entender lo de la huelga de cuidados del 8 de marzo. Ahora sé perfectamente lo que es y qué sentido tiene", concluye.

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