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¿Qué se siente ante una ausencia total de sonido?

Estuve en una cámara anecoica y descubrí que el silencio absoluto es insoportable

¿Qué se siente al estar en una cámara anecoica, en la que hay una ausencia total de sonido? Lo comprobamos en nuestras propias carnes.

-Cámara anecoica del CSIC

Cámara anecoica del CSICCedida

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“El camino a todas las grandes cosas pasa por el silencio”. El filósofo Friedrich Nietzsche reflexionaba así sobre la importancia de la ausencia total de ruido como vía para alcanzar la plenitud. El silencio es oro.

En un mundo en el que casi el 60% de la población del globo vive en grandes ciudades, la tranquilidad es un lujo al alcance de unos pocos: vivimos rodeados de ruido, lo que afecta de manera directa a nuestra capacidad de descanso, pero también a nuestro bienestar mental y físico. La Organización Mundial de la Salud estima que entre 9 y 12 millones de españoles conviven cada día con registros sonoros superiores a lo deseable, fundamentalmente debido al tráfico motorizado.

Pese a que a menudo buscamos el silencio, la realidad es que éste sencillamente no existe. Al menos, desde un punto de vista absoluto, a no ser que viajemos al espacio. El susurro de una persona emite unos diez decibelios. Una respiración, apenas diez. Por debajo de cero -el límite que es capaz de percibir el oído humano- se ubica el sonido que emiten las partículas de aire al chocar, calculado en -24 decibelios.

Las llamadas cámaras anecoicas se crearon, precisamente, para tratar de aproximarse lo máximo posible a esa ausencia total de ruido. O, dicho de manera más precisa, para eliminar la reflexión de las ondas al encontrarse con cualquier elemento externo. Salas diseñadas con formas piramidales construidas con materiales como la fibra de vidrio o la espuma, capaces de absorber cualquier onda acústica y electromagnética Y lugares en los que permanecer no es para muchos un remanso de paz: más bien todo lo contrario.

Al acceder a una de estas cámaras la sensación es extraña. Nada más entrar notas un zumbido en el oído, como si ascendieras de golpe en un avión. A los pocos segundos empiezas a escuchar los fluidos de tu propio cuerpo: los latidos de tu corazón, la corriente sanguínea o tus tripas revolviéndose. Pasados unos minutos, la mayoría de la gente siente la necesidad de salir.

En un vetusto edificio de aire franquista, construyo en los años 40 en la calle Serrano, se encuentra una de las sedes del Centro Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). Y en su interior, una de estas salas. Un lugar en el que se estudia el comportamiento del sonido en condiciones extremas. Había que probarlo.

“La cámara se construyó hacia 1970”, me explica Francisco Simón, Físico titular del CSIC, mientras me abre las puertas del lugar. “Es una sala en la que no hay ninguna reflexión: el sonido sale de una fuente y se propaga sin encontrar obstáculos, lo que resulta muy útil para estudiar lo que en física llamamos propagación libre. El secreto está en las paredes, que son las que evitan que haya reflexión”. A modo de demostración, Francisco empieza a girar sobre sí mismo mientras sigue hablándome. Pese a estar a pocos centímetros, su voz se pierde casi por completo.

Hablemos de las sensaciones que uno experimenta al entrar en una cámara anecoica. “El oído está acostumbrado a que le lleguen reflexiones de todas partes: paredes, árboles, etc. Al entrar en la cámara anecoica todo desaparece de golpe, por lo que el cerebro se pone en alerta”, explica Francisco. No todo el mundo reacciona igual. “Cada experiencia es distinta: hay personas a las que este entorno les parece relajante. Para otros es enormemente hostil”.

Yo me encuentro en un punto medio. Incómodo, pero sin llegar a sentirme agobiado. Quizá también algo mareado por la repentina ausencia de presión. “Si apagamos la luz es aún más divertido”, me propone Francisco. Y lo hace. La sensación es desasosegante. Algo parecido al vacío. “Comparado con esto, hasta el Parque del Retiro es enormemente ruidoso”, bromea el físico.

“¿Quieres sentir todo lo contrario?” , me pregunta. “Justo al lado tenemos una cámara reverberante”. Separada por un par de puertas, una sala en la que no hay triángulos, sino infinidad de cristales estratégicamente distribuidos por los techos de la estancia, que hacen que el sonido rebote en todas direcciones. Francisco da una palmada de eco infinito. Entender sus palabras es complicado.

La naturaleza del sonido (o la ausencia de él) ha generado fascinación desde el principio de los tiempos. En 1951, el músico estadounidense John Cage tuvo oportunidad de conocer de primera mano otra de estas instalaciones, la de la Universidad de Harvard. Impactado por la experiencia, compuso una de sus obras más célebres: ‘4,33’. O, lo que es lo mismo, un silencio que dura exactamente ese tiempo. Todo, para tratar de demostrar que el silencio, como tal, es una mera ilusión.

El 29 de agosto de 1952, la obra fue llevada al directo por el pianista David Tudor. Ante la estupefacción de los presentes, cerró el piano durante 30 segundos en los que no tocó una sola nota. Después abrió la tapa, volvió a cerrarla e hizo lo mismo durante dos minutos y 23 segundos. Por último repitió el gesto durante un minuto y 23 segundos más, lo que provocó que parte de la grada abandonara la sala entre murmullos de indignación. Una vez transcurrido ese tiempo se levantó, saludo al público restante y abandonó el escenario.

¿Una obra de arte rupturista o una broma pesada? Pese a que la obra fue representada en escenarios de medio mundo y músicos como Frank Zappa, Brian Eno, Sonic Youth o Aphex Twin la citarían posteriormente como una influencia clave en sus carreras, muchas de las críticas fueron demoledoras.

El propio Cage quiso zanjar la polémica: a lo largo de los cuatro minutos y 33 segundos de aquella representación había habido muchas cosas, pero no silencio. “En todo hubo momento hubo sonidos accidentales: durante el primer movimiento podías oír el viento golpeando fuera. En el segundo se escucharon las gotas de lluvia sobre el techo. Y en el tercero la propia gente hacía todo tipo de sonidos interesantes a medida que salían”. Por todo ello, concluyó: “No existe eso que llamamos silencio”. Los que pensaron que lo era, no sabían cómo escuchar”.

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