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UNA PACIENTE ABRE UN DEBATE ÉTICO MUY COMPLEJO

“Me llamo Caterina y he llegado a los 25 gracias a la experimentación animal”

Caterina Simonsen afirma que, de no haber sido por la experimentación con animales en laboratorio, hubiera muerto a los nueve años. Su mensaje ha provocado una airada discusión entre defensores y detractores de esta forma de investigación

Caterina Simonsen y su mensaje en Facebook

Caterina Simonsen y su mensaje en Facebook CienciaXplora

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Caterina Simonsen padece cuatro trastornos genéticos de origen desconocido que le impiden respirar sin la ayuda de una máquina a la que está siempre conectada. Solo conserva el 22% de la función pulmonar. Lleva en tratamiento médico y experimental desde que nació y, según ella, hubiera muerto a los nueve de no ser por los avances científicos en el campo de la distrofia muscular, debidos también a la experimentación animal.

El titular que encabeza este artículo es el mensaje que puso en su Facebook Caterina a principios de diciembre y que le ha llevado a recibir más de 30 amenazas de muerte y 500 mensajes abusivos, desafiantes y tremendamente insultantes en su página. Las muestras de apoyo se contaron también por miles bajo el trending #iostoconcaterina en Twitter y en otras redes sociales. El texto, que estaba incluido en una fotografía en la que se veía a la joven con una mascarilla de oxígeno y seguido de varios vídeos donde contaba su caso, ha devuelto el perenne debate sobre la experimentación animal como apoyo a la investigación científica a la opinión pública italiana.

Cabría pensar que su opinión podría estar absolutamente manipulada y condicionada por las circunstancias, pero Caterina es una avezada estudiante de veterinaria y, como tal, gran amante de los animales. Su pequeña campaña nació por la indignación que le provocaron las declaraciones de Stephen Fuccelli, presidente del Partido de los derechos de los animales de Europa, llamando al boicot de los Telemaratones navideños por las enfermedades raras debido a que estos financiaban investigaciones donde se experimentaban con animales.

¿Es lícita la postura maniqueísta que censura cualquier tipo de experimentación animal? ¿Dónde está el límite ético y moral para justificar la utilización o el sufrimiento de animales en investigaciones científicas que redundan en el beneficio de toda la humanidad? ¿Mosca, rata o chimpancé? ¿Cuál es el criterio de tamaño para mostrar empatía a la hora de jugar a ser dioses con la vida del animal?

El debate es suculento por lo complejo y porque la línea ética la dibuja un criterio subjetivo marcado por factores casi siempre emocionales. El enfermo desesperado mirará por su salud, mientras el vegano radical preferiría el sacrificio propio. Pero hay que armonizar datos y emociones.

El primer paso para construir una opinión lo más ecuánime posible, desde la ignorancia, sería preguntarse si la experimentación animal controlada y bajo normativa ha salvado vidas y mejorado sustancialmente la calidad de la misma en millones de enfermos como Caterina. La respuesta es rotunda y empíricamente demostrable: sí.

Y eso no solo afecta a la velocidad con la que llega un medicamento al mercado después de probarlo en animales (todavía demasiado lenta), sino también porque hay investigaciones en donde el trabajo con animales es imprescindible. Por ejemplo, en el campo de la neuromedicina: para estudiar las respuestas del cerebro o la liberación de neurotransmisores es imprescindible introducir en la cavidad craneal un electrodo capaz de tomar esas medidas, y en pacientes humanos el riesgo y la lentitud del protocolo lo hacen inviable. O en terapias genéticas ¿Hubiera sido éticamente admisible clonar un humano para demostrar que la técnica funciona en vez de hacerlo con la oveja Dolly? ¿O simplemente nos prohibimos avanzar en ese campo?

Pasteur desarrolló las primeras vacunas inoculando cultivos de ántrax debilitado en ovejas y otros animales de granja. En 1888 Pierre Roux y Alexandre Yersin descubrieron que la bacteria Corynebacterium diphtheriae provocaba los conocidos síntomas de difteria inyectándola en cobayas, ayudando a prevenirla más tarde mediante procesos de inmunización. En 1921 se descubrió la insulina gracias a las investigaciones de Frederick Banting y Charles Best en el páncreas del perro. El marcapasos hubiera sido inviable sin las pruebas de John Hopps para poner en marcha el corazón de otro perro en 1949. En 2008, tras probar durante varios años el método de autotrasplante en cerdos, se produjo en Barcelona el primer trasplante de un órgano cultivado con células madre del propio paciente… y así con infinidad de investigaciones.

Pero no todo ha sido un camino de éxitos justificables. El gran problema de la experimentación animal ha sido el no poner antes unos límites racionales a la misma. En 1657 Christopher Wren administró la primera inyección intravenosa a un ser vivo. Inyectó una mezcla de vino y cerveza en las venas de un perro. El éxito del novedoso mecanismo para introducir sustancias en el torrente sanguíneo pudo observarse por los estertores y aspavientos del animal antes de fallecer intoxicado entre convulsiones. Prefirió la manifestación rápida de dolor como prueba antes que otros mecanismos que ofreciesen la misma solvencia como la inyección de un colorante. Por no hablar de los experimentos del Doctor Brukhonenko o de los gases tóxicos en perros. Nada que otros aspirantes a Mengele no hayan hecho con los de su propia especie.

La experimentación animal es lícita bajo criterios racionales. Al igual que lo es el sacrificio sin sufrimiento de otras especies para consumo como respuesta natural dentro de la cadena trófica. No sentirse culpable de comerse un pollo pero sí de evaluar la progresión de un tumor en su hígado es una actitud sospechosa. Como también lo es no alarmarse por la experimentación en animales por ingestión masiva de productos cosméticos para simplemente comprobar su toxicidad. Aún así, más del 90% de los animales que se utilizan en experimentación controlada por normativa son roedores, los mismos que mandamos exterminar cuando nos molestan en nuestras pulcras casas.

El ejercicio a mejorar es la eficiencia del método y el control milimétrico de las condiciones de experimentación y sufrimiento. Luchando por minimizar cada vez más su uso y sustituyéndolos poco a poco por modelos de cálculo informático u otras tecnologías que también van evolucionando. No basta con enrocarse en la censura simple por meros principios. Solo el 5% de los avances científicos probados en animales llegan con éxito a los humanos, pero esos provocan la salvación de innumerables vidas. La pregunta sería entonces, ¿cuántos llegarían si la experimentación estuviera totalmente prohibida?

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