Bajo una higuera, o en las penumbras de los muros de su casa en Orihuela (Alicante), Miguel Hernández escribía. De niño, consiguió estudiar gracias a la ayuda de un obispo que será clave en su vida adulta. Hernández empezó a cambiar en cuanto conoció Madrid, una capital donde el ambiente era diferente. En aquella época, escribía versos contra "el capitalista y su cochino lujo...", o contra "los arzobispos de sus mitras obscenas".

Al explotar la guerra, al obispo que le ayudó a estudiar no le haría gracia enterarse de que su protegido, subido a un coche, arengaba a las milicias de sus enemigos republicanos. Pero cuando la guerra termina, Miguel Hernández cae prisionero. "Le condenaron a muerte. Cuando saben que está muy enfermo, cuando saben que se está pudriendo por dentro y que no va a tener salvación, le quitan la pena de muerte y le dejan la cadena perpetua", recuerda Lucía Izquierdo, nuera del escritor.

En ese momento, reaparece el obispo que, de niño, ayudó a Miguel Hernández a estudiar. Un hombre de Dios que sólo aceptó intervenir para que saliera de la cárcel si renunciaba a sus valores republicanos y abiertamente contrarios al régimen dictatorial de Franco. Así lo relata Lucía: "El obispo le dice: 'Te sacamos de España automáticamente a ti, a tu mujer y a tu hijo, pero tienes que firmar que estabas equivocado, que apoyas al régimen...'. Y él dijo que no lo iba a firmar, que se fuera de allí. Si no, ¿qué sentido tendría su vida?".