Hubo un tiempo, no hace tanto, en el que el régimen franquista decidió que había que repoblar España. Y mucho. Franco entregaba premios a familias numerosas por el mero hecho de serlo. Era el modelo social que se fomentaba en la dictadura: muchos hijos, educación segregada, roles de género, sexos distintos...
Ellas eran excelentes amas de casa. Ellos, lo que llegaran a ser. Y de sexo ni hablar. La educación sexual brillaba por su ausencia en hogares y aulas. Era un tabú que tardó años en superarse. No fue hasta prácticamente los años 90 cuando empezamos a mirarnos a nosotros mismos por debajo de la cintura.
El régimen franquista no admitía dudas. Ni vetos. Es lo que tiene una dictadura: era tajante en materia de educación y a nadie se le ocurría siquiera plantear la idea de un pin parental a sus ideas y su censura.
Hablamos de un régimen de sumisión que se extendió en el tiempo más allá del franquismo. Hasta que aquella generación empezó a hacerse preguntas sobre su cuerpo el del vecino/a de al lado. Había llegado la década de los 90.
Y como elemento estrella de la época, la televisión. Que también educaba. A su manera, pero educaba. Las televisiones privadas nacieron con fuerza y empezaron a poner el foco en el sexo en su incesante búsqueda de la audiencia.
Surgían preguntas constantes: ¿cómo había que educar sexualmente a los hijos?, ¿desde qué edad?, ¿quién debía hacerlo? Lo que pronto quedó claro es que sobre la televisión no debía caer tal responsabilidad. Debía descansar en profesores y padres. Y eso fue lo que vio en años posteriores.
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