En un mundo en el que ya no bajamos a mano ni las persianas, emitimos gases de efecto invernadero por defecto. Incluso con las acciones más arraigadas en nuestro sistema productivo, como mandar un email.

Pongamos como ejemplo a Marcos: él trabaja en una oficina. Cada email que envía o que le han enviado libera el equivalente a cuatro gramos de CO2 a la atmósfera. Si además lleva un archivo adjunto, como un correo a su padre con la última foto del nieto, contamina 12 veces más.

Al final de la jornada, los emails de Marcos generan gases de efecto invernadero equivalentes a 589 gramos de CO2. En un año laboral son 147 kilos. Más o menos, como si Marcos hubiera viajado de Madrid a Zaragoza en su coche de combustión.