A bordo de un Dodge Dart negro con bandera franquista viaja Adolfo Suárez. Es julio de 1976 y acaba de ser ungido por el rey Juan Carlos como presidente del Gobierno. Tiene el poder teórico pero se mueve entre dos mundos enfrentados.
Por un lado, el bunker. Le ven demasiado joven pero confían en que no les traicione. Por otro lado, la sociedad española, a quien un falangista de presidente le sabe a lo de siempre. Con el tiempo, todos comprenderán sus errores de apreciación.
Torcuato Fernández de Miranda anuncia el debate de la primera gran apuesta de Suárez: La Ley de la Reforma política. En el estrado, Blas Piñar se enciende al dictado de su mano. El voto es nominal, público y en pie.
El resultado de la votación más importante en España desde 1939 se lee en un castellano que aún distingue la pronunciación de la B y la V. Apoyo mayoritario de las cortes franquistas para una ley clave para el desmontaje de la dictadura. Algunos aplauden porque creen que seguirán mandando. Suárez prefiere cerrar los ojos. Es su primera gran victoria.
Un mes después la tele anima a votar en referéndum esa Ley de la Reforma Política. A Suárez le secan el sudor antes de su discurso pidiendo el sí. Tres de cada cuatro españoles vota sí en urnas de madera. En la calle, los GRAPO secuestran, ETA asesina, y la extrema derecha asesina. Pese a todo, España sigue avanzando.
Las cortes aprueban una ley que permite que si te llamas Joan, en el registro civil ponga Joan y no Juan. El presidente prepara el terreno para unas elecciones democráticas pero sabe que para lograrlo todos los partidos deben estar representados.
La España de peineta y mantilla mira embelesada procesiones del viernes santo como esta de Baeza, grabada en ‘Super 8’. Al día siguiente, Suárez pone en marcha su maniobra más arriesgada: El Partido Comunista se legaliza.
Como la voz del locutor, los españoles tiemblan ante la noticia. La ultra derecha señala a Suárez como traidor. El ministro de la Marina dimite. El Ejército hierve. Pero Suárez cuenta a su lado con el hombre encargado de apaciguar a los mandos militares: el teniente general Gutiérrez Mellado.