Tras el atentado terrorista en Moscú, la respuesta de las autoridades rusas ha desatado una oleada de críticas internacionales. Los métodos utilizados durante las detenciones y los interrogatorios han levantado sospechas de tortura, una práctica condenada y prohibida desde 1945, pero que parece resurgir en escenarios críticos. Este fin de semana, vídeos distribuidos a través de canales de Telegram, tanto afines a los servicios de seguridad rusos como al batallón Wagner, muestran el trato brutal a los detenidos. Desde golpes hasta la mutilación, las imágenes hablan por sí solas, mostrando a los sospechosos con heridas graves y hematomas al llegar al tribunal.
La reacción del Kremlin a estas acusaciones ha sido el silencio. Durante una rueda de prensa, ante las preguntas sobre estas supuestas torturas, las autoridades no han querido responder. Este no es un caso aislado; la historia reciente de Rusia muestra otros ejemplos de maltrato a prisioneros, incluyendo al opositor Navalni. Las filtraciones de hace dos años, que evidenciaban torturas en cárceles rusas, parecen confirmar un patrón de abuso y violencia dentro del sistema penitenciario del país.
La comunidad internacional, centrada en condenar el atentado terrorista, ha dejado en segundo plano las denuncias de tortura. Aunque el atentado ha sido reivindicado por el Estado Islámico, muchos países han evitado comentar sobre las acusaciones de maltrato a los detenidos. Este enfoque refleja una tendencia preocupante a priorizar la seguridad sobre los derechos humanos, incluso cuando los testimonios y las imágenes apuntan a violaciones flagrantes de estos derechos.
La tortura, una herramienta de represión y miedo, sigue siendo un tema tabú y una realidad dolorosa en muchos rincones del mundo. Las revelaciones de Moscú recuerdan a casos anteriores en Occidente, como los abusos en Abu Ghraib o las acciones de la CIA contra sospechosos de terrorismo.
El resurgimiento de los PIGS
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