En medio de un escenario global marcado por la escalada de violencia, los ojos del mundo se vuelven hacia Ruanda al conmemorarse tres décadas de uno de los episodios más oscuros de la historia moderna. Hace exactamente 30 años, el país africano vivió el genocidio más terrible desde la II Guerra Mundial, un acto de brutalidad que dejó una profunda cicatriz en la conciencia colectiva.

El origen de esta tragedia se remonta a décadas atrás, cuando potencias coloniales como Alemania y Bélgica dejaron su impronta en la sociedad ruandesa, dividendo a la población en categorías étnicas y alimentando tensiones entre los grupos hutu y tutsi. El 6 de abril de 1994, el asesinato del presidente ruandés, de etnia hutu, desencadenó una ola de violencia orquestada por extremistas que instigaban al exterminio de la población tutsi.

Durante 100 días, los radicales propagaron mensajes de odio a través de los medios de comunicación, incitando a los ciudadanos hutu -muy mayoritarios en el país- a masacrar a sus vecinos y allegados tutsi. Machetes en mano, perpetraron una matanza indiscriminada que dejó 800.00 muertos y más de 250.000 mujeres violadas. Los sobrevivientes como Emilie, cuyos padres pertenecían a distintas etnias, llevan consigo el peso de los recuerdos y las secuelas físicas y psicológicas de aquel horror.

Contaba a Jordi Évole que es "incapaz de sonreír". Además, detallaba que desde ese momento -hace 30 años- cuando está feliz o se hace una foto no sabe sonreír, aseguraba que "no puede".

Sin embargo, la llegada al poder de Paul Kagame, perteneciente a la minoritaria etnia tutsi, marcó un punto de inflexión en la historia de Ruanda. Aunque el país ha logrado resurgir económicamente y promover la reconciliación, aún persisten desafíos como la búsqueda de justicia para las víctimas y la lucha contra la impunidad de los perpetradores, muchos de los cuales siguen gozando de libertad.

La intervención internacional durante el genocidio, marcada por la retirada de tropas de la ONU presionada por Estados Unidos, ha sido objeto de críticas y cuestionamientos éticos. La implicación de potencias como Francia, que facilitaron la huida de perpetradores, ha dejado un amargo legado de complicidad en medio del dolor y la tragedia de Ruanda.