Año 2000. Al Gore y George W. Bush se disputan la Presidencia de Estados Unidos. Según los medios de comunicación, el candidato republicano es el vencedor de las elecciones.

Caras largas y tristeza entre los demócratas pero, cuando toca el discurso del derrotado, quien aparece es el jefe de campaña de Gore para decir la campaña continúa: Florida, un estado clave, sigue contando votos.

El equipo de Bush no lo puede creer y los periódicos paran las rotativas porque el escrutinio continúa en ese territorio, hasta quitarle el sueño a los candidatos.

Además, Gore impugna unas papeletas en las que su nombre aparecía frente al de un candidato minoritario, que ha visto cuadruplicados sus votos.

Así que Florida cuenta y recuenta, entre un cruce de acusaciones de fraude y mientras el ambiente se caldea en la calle, con manifestaciones a favor y en contra de ambos candidatos.

El equipo Gore lleva el caso a los juzgados y el alto Tribunal de Florida empieza su conteo. Sin embargo, Bush recurre al Supremo de la nación, que termina declarando inconstitucionales los recuentos, nada menos que 35 días después.

Tras más de un mes sin presidente electo, Gore finalmente abandona la batalla judicial y felicita a Bush, que se convierte en el 43º presidente de Estados Unidos.

¿La historia se repite?

Un escenario que planea ahora, dos décadas después, sobre las elecciones presidenciales. Y es que, un día después de las elecciones, el país norteamericano sigue sin saber quién ocupará la Casa Blanca durante los próximos cuatro años.

Con todos los ojos puestos sobre un puñado de estados que siguen contando votos y con una cifra de voto por correo y anticipado sin precedentes, Donald Trump ya se ha autoproclamado vencedor y ha puesto en cuestión los resultados electorales, reclamando que se paralice y recuento hablando sin tapujos de "fraude".

A la espera de que finalice el escrutinio, que se podría demorar horas -si no días- aumenta el temor a una potencial crisis institucional si Trump insiste en recurrir ante la Corte Suprema.